Soy un superviviente, uno de los pocos lobos que ha logrado evadir las trampas mortales, los cebos envenenados y los disparos furtivos que pretendían borrarnos de la faz de la tierra. Hoy, desde mi interior, alzo mi voz para contar la verdad de mi existencia, mi lucha y el grito desesperado por la convivencia. Con cada aullido, expreso la necesidad de que hombres y lobos compartan un territorio sin que uno imponga su voluntad sobre el otro, sin que la política ni intereses económicos oscurezcan el equilibrio natural que hemos forjado a lo largo de los siglos.
Vivo en el norte de León, en un paisaje agreste y majestuoso conformado por las cabeceras de los ríos Cúa, Ancares y Burbia. Aquí, en estas tierras marcadas por el sol y la brisa de la montaña, apenas quedan cinco pequeñas familias de lobos, sumando unos veinticinco individuos. Sin embargo, a pesar de nuestra reducida presencia, los prejuicios y las falsas informaciones se alzan en forma de una supuesta «explosión» de nuestra población. Nos acusan de generar residuos alimentarios al cazar ganado, un argumento que se repite sin matices y sin considerar que solo representamos un mínimo 0,27 % del desperdicio alimentario en España, en contraste con el 85 % que proviene de actividades humanas.
Pero, ¿qué hay de la verdad? La verdad es que la protección del lobo no es un capricho, sino una necesidad para mantener el equilibrio ecológico. Las evidencias científicas han demostrado que el control letal sobre nuestra especie no solo no es ineficaz, sino que resulta contraproducente. Al reducir el número de miembros de nuestra manada, se altera nuestro comportamiento natural y se incrementa nuestra dependencia de presas más fáciles, lo que a la larga conduce a una mayor agresividad y a un incremento de los ataques contra el ganado. Cada disparo, cada trampa, no hace más que agravar un problema que tiene su origen en la intervención desmedida del ser humano en los ecosistemas.
La ciencia nos ha mostrado que la eliminación de incluso unos pocos miembros de nuestra manada desencadena un efecto dominó: la estructura social se debilita, la cooperación se ve truncada y, paradójicamente, se generan más conflictos. Esta conclusión, que muchos científicos han constatado, pone en evidencia que el control letal es una solución equivocada y que, en realidad, lo que se necesita es una convivencia armónica basada en prácticas ganaderas responsables y en un diálogo sincero entre las partes. ¿Por qué deberíamos ser castigados por la desmesurada explotación y el mal manejo del ganado?
Aún más preocupante es el estado de conservación del lobo ibérico. Nuestra población, reducida a una cuarta parte de la distribución original, se enfrenta a graves problemas de endogamia que comprometen nuestra viabilidad genética. Mientras en países como Alemania se ha conseguido, en tan solo 25 años, pasar de la inexistencia a contar con 200 parejas reproductoras, aquí seguimos luchando por mantener viva la esencia de una especie que ha sido parte fundamental de la historia natural. Cada disparo autorizado, cada medida que debilita nuestra protección, es una herida abierta a un sistema que no reconoce nuestro valor intrínseco.
La reciente enmienda aprobada en Castilla y León, que busca retirar la protección del lobo, es el último clavo en el ataúd de nuestra supervivencia. Esta medida, impulsada por grupos de presión que representan los intereses de ganaderos y cazadores, se basa en una lógica estrictamente económica y en una retórica que nos reduce a meros recursos a explotar. No se trata de proteger un recurso, se trata de proteger a una fauna silvestre que cumple una función esencial en la regulación de las poblaciones de herbívoros. Sin nosotros, el desequilibrio se hace palpable, y la naturaleza se ve obligada a pagar un precio que, a largo plazo, recaerá también en el ser humano.
La lógica económica que defiende la caza y la eliminación de lobos se sustenta en la idea de que, con un pago compensatorio ágil e inmediato por los daños ocasionados, se podría solventar el conflicto. Pero esta solución es tan simplista como injusta: se ignora que la verdadera solución reside en adoptar buenas prácticas ganaderas que respeten el ciclo natural y en fomentar un diálogo que reconozca el valor ecológico de cada especie. Al vernos como objetos de explotación, se despoja a la naturaleza de su esencia y se perpetúa una visión antropocéntrica que ya no tiene cabida en un mundo que clama por la coexistencia. Desde mi mirada lupina, les confieso que la defensa de nuestra especie es, en esencia, una lucha por la vida en todas sus formas. Cada aullido es un grito de libertad, un recordatorio de que la naturaleza se rehúsa a ser sometida a lógicas de exterminio y control. La ética ecológica y la responsabilidad humana deben prevalecer sobre intereses económicos que, en su afán de lucro, olvidan que somos parte de un todo interconectado. No somos enemigos, somos parte de una red vital que sostiene el equilibrio del planeta.
La argumentación moral y filosófica no puede quedar en segundo plano. El pensamiento de grandes filósofos nos invita a integrar la evolución moral de la sociedad con decisiones políticas basadas en el respeto y la coexistencia. La defensa del lobo no se justifica únicamente por sus servicios ecológicos, sino porque representa un valor intrínseco, una pieza fundamental en el mosaico de la vida. Es hora de abandonar visiones dominadoras y redescubrir una ética que valore a cada ser por su existencia, sin reducirlo a un mero instrumento de control.
Lamentablemente, la política actual en Castilla y León parece haber olvidado estas verdades. La aprobación de la enmienda, que permitirá que el lobo se vuelva a cazar al norte del Duero y se extienda hacia la zona sur, es un reflejo de una lógica que confunde la seguridad con la eliminación de aquello que no se ajusta a un modelo económico obsoleto.
Los disparos autorizados por la «Junta» no son más que un eco de la irracionalidad, un grito silenciado que resuena en las montañas cuando la noche cae y el aullido de la libertad se hace presente. Hoy, desde este rincón del norte de León, les hablo con la voz de la experiencia y el dolor. Mi manada y yo nos veremos obligados, una vez más, a abandonar el territorio en busca de un lugar donde podamos vivir en paz, lejos de la amenaza de la caza indiscriminada. Nos adentraremos en las inmensidades de las montañas del noroeste, donde la naturaleza sigue siendo un refugio de libertad y donde cada rocío matutino nos recuerda la belleza de la vida. Y cuando, por fin, el estruendo de los disparos se haya apagado, mi aullido se alzará, inextinguible, proclamando que la verdadera fuerza reside en la resistencia y en la voluntad de coexistir.
Al final, la verdad que llevo en mi interior es innegable: no hay progreso sin respeto, ni libertad sin coexistencia. Mi aullido, que se eleva en la quietud de la noche, es testimonio de una resistencia que se niega a ser silenciada. En boca de lobo se esconde la voz de un ser que lucha no por venganza, sino por el reconocimiento de un derecho inalienable a vivir y a coexistir en este vasto y complejo mundo. Que mi voz, la de un lobo, sirva como un faro que ilumine el camino hacia un futuro donde hombres y lobos, juntos, forjemos una historia de respeto, ciencia y solidaridad.