Los hechos están probados, fueron grabados y documentados… Durante meses la Sede del PSOE de Ponferrada se convirtió en un lugar asediado. No era un incidente aislado, sino una presión constante. Grupos organizados, inicialmente alentados por partidos de derechas y ultraderecha, se concentraban frente a nuestras sedes, con insultos, provocaciones y gestos de intimidación que buscaban minar nuestra tranquilidad y nuestra libertad. Incluso cargos públicos de partidos que estaban en el equipo de gobierno de Ponferrada acudían a esas concentraciones . No era solo ruido; era odio. Tuvimos que modificar nuestros horarios y cambiar nuestra vida orgánica para evitar coincidir con los manifestantes, y en más de una ocasión tuvimos que suspender actividades, conscientes de que no estábamos en un espacio seguro.
Finalmente la espiral de insultos, provocaciones, etc dio un paso más y la violencia apareció. Los hechos que han sido objeto de sentencia ocurrieron en un contexto de tensión diaria que se venía produciendo desde hacía varios meses. Fui agredido, sufriendo lesiones físicas que, aunque calificadas como leves, fueron el resultado de un ataque cargado de odio. La agresión no surge de la nada: es la consecuencia de meses de acoso, de insultos repetidos, de una escalada sostenida de provocación. Los tribunales han probado estos hechos, y eso es importante: los hechos son incontestables.
Sin embargo, la pena impuesta al agresor me deja un sabor amargo. Aun reconociéndose la gravedad de las lesiones y la intencionalidad de la agresión, la sanción no parece proporcional al impacto que estos hechos han tenido, ni a la persistente sensación de vulnerabilidad que generaron en nuestro día a día. No se trata solo de mí: se trata de un mensaje social. Cuando la violencia y la intimidación se enfrentan con una respuesta leve, la sensación de impunidad se extiende, y con ella la normalización de conductas intolerantes.
La sentencia considera creíble que el agresor no me conocía. Tengo el convencimiento personal, y creo que es la opinión generalizada y lógica, de que el agresor conocía perfectamente quién era la persona a la que agredía y mis responsabilidades. Más allá de ese convencimiento, hay un elemento de prueba que se recoge en una de las grabaciones: el agresor, fuera de sí se dirige a mí y me dice “ Tu a mí me la chupas, como tu jefe. Sois unos ladrones”.
Vivimos en un tiempo de crispación social creciente. La polarización política y los discursos de odio no son solo palabras; son herramientas que legitiman la intolerancia y la violencia. Atacan a quienes pensamos diferente, a quienes defendemos valores de respeto y convivencia pacífica. Se señala al distinto, se estigmatiza al vecino, se banaliza la agresión. Y detrás de cada insulto, de cada amenaza, se construye un clima donde la libertad de unos se limita por el miedo de otros.
Es doloroso constatar cómo la falta de respeto y la agresión sistemática pueden menoscabar la vida cotidiana de personas y organizaciones que simplemente ejercemos nuestro derecho a participar en democracia. No se trata solo de los golpes o de las lesiones: se trata de la sensación de estar bajo vigilancia, de caminar con cautela, de sentir que cualquier gesto puede desencadenar la violencia de quienes creen que la intimidación es un medio legítimo para imponer su ideología.
Esta experiencia me ha enseñado que la protección frente al odio no es solo un asunto personal, sino una responsabilidad colectiva. Las leyes existen para protegernos, pero también para enviar un mensaje a la sociedad: que la violencia, la discriminación y la intolerancia no tienen cabida. Cada acto de acoso, cada agresión, cada insulto constante erosiona la convivencia pacífica y debilita el respeto mutuo. La justicia no solo debe reparar el daño a la víctima, sino reafirmar los valores que sostienen nuestra vida en común: la igualdad, la dignidad y la tolerancia.
No podemos permitir que la agresión al diferente, el ataque a quien disiente o el desprecio a quienes pensamos distinto, se convierta en un método normalizado de convivencia. La democracia no se defiende con insultos ni con violencia; se sostiene con respeto y responsabilidad. Cada golpe, cada amenaza, cada manifestación de odio deja cicatrices que van más allá de lo físico: afecta a la confianza en la justicia, en las instituciones y en la propia sociedad.
Quiero decir alto y claro que no podemos normalizar la violencia ni tolerar la intimidación. La sociedad debe reconocer la gravedad de estos actos, entender la repercusión de los discursos de odio y proteger a quienes vivimos y trabajamos en libertad. Los hechos están probados, la agresión ocurrió, y la condena impuesta, aunque reconocida, no parece suficiente frente a la magnitud del ataque y el contexto social en el que se produjo.
No se trata de victimismo: se trata de memoria, de justicia y de responsabilidad. Porque cada agresión que queda sin respuesta adecuada deja un espacio para que el odio se reproduzca, y no podemos permitir que nuestra convivencia democrática se fragmente por la intolerancia.
Olegario Ramón es el presidente del Consejo Comarcal del Bierzo.