Un cedido como Yeray Cabanzón tirado en el suelo llorando desconsolado durante diez largos minutos es la imagen que describe lo que ha logrado la Ponferradina esta temporada. Una familia en la que todos se han dejado el alma de principio a fin y que hicieron piña en los momentos de mayor dificultad, arropando a un Javi Rey que comenzó cuestionado, llegó a estar en la cuerda floja y precisamente gracias a la fuerza del grupo consiguió hacer despegar al avión.
Después del pitido final, el silencio se instauró en cada rincón de El Toralín durante muchos minutos, eso sí, sin que apenas nadie abandonara su asiento. Si hay que llorar, lo hacemos todos juntos. Sibille, Barredo o Andrés Prieto fueron algunos de los más afectados. También Nóvoa, Lancho y Esquerdo, que seguían llorando en el césped incluso cuando el Andorra ya se había ido. Mientras tanto, Borja Valle y Javi Rey hicieron de líderes tratando de levantar a cada compañero del suelo, aunque con poco éxito.
Cuarenta minutos tras el final todavía seguían las gradas coloridas y los cánticos comenzaron a aflorar, desde un «¡Orgullosos de nuestros jugadores!» hasta un «¡Andrés, Andrés!», procurando levantar el ánimo de un portero visiblemente roto, sabedor de sus errores que costaron los dos goles de la final.
Puede que este haya sido el varapalo más duro del presente siglo vivido en El Toralín, pero la afición supo reconocer el trabajo de un grupo fantástico como hacía tiempo que no se veía. Las imágenes de los futbolistas destrozados abrazando a los aficionados en Fondo Norte hacen saltar las lágrimas. Esta vez no pudo ser, pero este equipo se volverá a levantar. Por lo pronto, ha conseguido volver a enganchar a una hinchada que estaba asqueada desde la temporada del descenso, y eso ya son férreos cimientos sobre los que seguir edificando.
La Deportiva volverá muy pronto a intentarlo y también a conseguirlo. Porque Ponferrada nunca se rinde.