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Codicia en masa

06/05/2018
 Actualizado a 19/09/2019
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El Comune de Venecia ha instalado unos tornos en los puentes que dan entrada a la ciudad para impedir el acceso de turistas cuando estén saturados sus espacios más concurridos. Será una especie de Acqua alta, pero con mochilas y bermudas. En el paraje arqueológico de Las Médulas aún no han sido capaces de regular las visitas eficazmente tras más de veinte años con la vitola de Patrimonio mundial de la Unesco, a pesar de tantos documentos, reuniones, gerencias y hermanismos. Son solo dos ejemplos, pero nos sitúan ante uno de los problemas acuciantes de nuestros días, más aún en un país entregado al turismo como industria esencial y en alza: el de la gestión de los recursos patrimoniales ante el incremento desbocado de la demanda y las limitaciones impuestas por las características del muy específico producto que se ofrece: es delicado, es único y está enraizado.

Los responsables del ramo adoptan con frecuencia una perspectiva economicista, alejada de las consideraciones de los encargados de la conservación y el conocimiento del patrimonio cultural, y enfocan la cuestión resumiéndola en un vocablo temible: masificación. Como si se tratase de una maldición fatal provocada por la superpoblación y la democratización cultural, esos estorbos. Tal punto de vista malthusiano acaba concluyendo en la necesidad de regular esos crecientes desbordamientos mediante un encauzamiento económico: o sea, la selección por el dinero. Tal como sucede en el acceso a la sanidad o a la educación, el que más pague (el que más tiene), más tendrá. Sencillo. Y tramposo.

El problema de esos lugares no es la masificación, sino la codicia. Lo ha sido desde siempre en el turismo español: nuestro sol y nuestras playas se enladrillaron y achabacanaron en una de las costas más feas del planeta por culpa de la avaricia de sus gestores. Y seguimos. Monumentos que olvidan sus programas de conservación, días de entrada gratuitos obligatorios que son disimulados o hurtados sistemáticamente, falsas rehabilitaciones o ambientaciones chuscas, risibles pastiches en sustitución de originales arrasados u ocultos, gestiones chapuceras encargadas a personal no profesional, discursos infantilizados o cándidos, pero muy ‘customizados’... Pero a precios no aptos para todos los públicos.

Modelos hay para hacer algo diferente. Uno de ellos, por cierto, es español: la cueva de Altamira aún aguanta en manos de una impecable gestión estatal, de pura raíz museística y pública, pese a las protestas periódicas de los gobiernos locales, ávidos de su explotación en el sentido doble de esa palabra. Todos pagamos por conservar los monumentos (incluidos los privados, entre ellos los de la iglesia católica): el copago, el sobrepago y otros atracos son la solución que se le ocurre a cualquiera para poder mantener la calidad de las visitas. Sobre todo si ese cualquiera piensa solo en hacer caja.
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