Soldados de Buena Fortuna

La conversación de un leonés con ‘Justo’, un mercenario que, con tan sólo 22 años, pasó un auténtico infierno en Ucrania

Elio García
04/05/2025
 Actualizado a 04/05/2025
https://www.youtube.com/watch?v=lYIPSRXFwuQ

La imagen que la mayoría tiene de los mercenarios suele alejarse notablemente de la realidad, ya sea en su aspecto más negativo o en el más idealizado. Para muchos, son poco más que asesinos a sueldo, sin bandera ni corazón. Como mucho, les conceden que se mueven por la necesidad de pecunio. Otros los idealizan, pensando en ellos como libertadores que viajan a países lejanos, a guerras que no son suyas, persiguiendo románticos ideales. Recordemos al poeta Goethe, quien perdió la vida en la Guerra de Independencia griega; su búsqueda de aventuras estaba impregnada de idealismo y, sin duda, de cierta imprudencia.

En mis dos viajes a Ucrania he tenido la oportunidad de conocer de cerca diversas facetas de este mundo. El universo de los mercenarios se despliega en un amplio espectro: como se suele decir, «de todo hay en la viña del Señor». Desde auténticos hijos de mil putas hasta buenos tipos, pasando por gente que seguramente se parezca a usted mismo. Sus motivaciones también son variadas. Por lo tanto, nos podemos encontrar al soldado frío y pendenciero, en ocasiones casi psicopático. Al que, movido por la necesidad, viaja miles de kilómetros para conseguir sacar adelante a su familia o a sí mismo. Está aquel sin ningún tipo de apego a símbolos o banderas, al que pabellones nacionales o himnos poco le importan. A estos también los acompañan los más profesionales, los que están cargados de vocación militar casi inquebrantable (recordemos que la mayoría son profesionales en sus países de origen). Alguno de ellos viene de contextos sociales o familiares realmente complicados y, de muy jóvenes, encontraron en el ejército una familia. Incluso en la guerra de Ucrania se observa la presencia de combatientes impulsados por profundos ideales democráticos, quienes ven en la invasión rusa una injusticia flagrante que deben combatir. Se juegan mucho. Recientemente, desde el Kremlin han afirmado que aquellos mercenarios que sean apresados en Kursk enfrentarán cargos por terrorismo, preludiando un ajuste de cuentas inevitable.

Es interesante abrir un paréntesis para reflexionar sobre la marcada diferencia en el trato entre las potencias beligerantes. Por ejemplo, los norcoreanos hechos presos por los ucranianos seguramente acabarán siendo mandados a la democrática Corea del Sur. Desde luego, un justo trato para soldados provenientes de una de las dictaduras más herméticas y brutales del mundo. De igual modo, se pueden encontrar videos en los que rusos detenidos por Ucrania aparecen sorprendidos y, en cierto modo, agradecidos por recibir un trato humano, receptores de tres comidas diarias y dignidad, lo que debería ser la norma para cualquier prisionero de guerra. En contraste, las imágenes de ucranianos repatriados por Rusia son impactantes; sus condiciones recuerdan, casi sin remedio, a las de antiguos campos de concentración. Vuelven famélicos, con caras cadavéricas y la piel pegada al hueso. A cualquiera con el mínimo interés le llevará menos de cinco minutos encontrar las imágenes de las que hablo. Evidencia del desprecio sistemático de Rusia por las leyes de la guerra.

Una imagen de la plaza Maidan, que rememora a los caídos. | ELIO GARCÍA
Una imagen de la plaza Maidan, que rememora a los caídos. | ELIO GARCÍA

Volviendo a los mercenarios y, sin ser exactamente lo mismo, a la cabeza me vienen las célebres Brigadas Internacionales que lucharon en la Guerra Civil española. Los brigadistas que lucharon en nuestro país rara vez tenían formación militar; la mayoría solo se enfrentaba a la tormenta de la guerra con valor e inexperiencia. Sin embargo, los que hoy en día luchan en el país eslavo generalmente eran militares profesionales en su país. De ahí que sean más determinantes de lo que lo fueron los que pelearon en España. No hay que olvidar que, si Ucrania puede pelear de tú a tú con el gigante ruso, si parte de sus frentes no se desmoronan, es en gran medida por mérito, esfuerzo y determinación de todos los mercenarios que aquí pelean.

Hombres y también mujeres que, en definitiva, y sea por motivos más elevados o espurios, le están dando a este país todo su esfuerzo, todo su sudor, lágrimas y, llegado el caso, también toda la sangre que corre por sus venas. No hay que olvidar que, aunque entre ellos hay tanquistas, artilleros u operadores de drones, en gran medida son infantería, y de estos, muchos, de asalto. Primerísima línea. Incluso más allá: línea cero, el infierno. Carne para el cañón y para el fusil; para el mortero y para el dron. Ese ingenio tecnológico del demonio que «gamifica» la guerra, que la hace aún más inhumana y la despersonifica en extremo. Dicen que la guerra no cambia nunca, y es cierto, pero, aunque sea contradictorio, siempre está en perpetua y descarnada evolución. Todas son iguales y, a la vez, todas son distintas.

Por ello, considero que muchos de estos mercenarios –que, en efecto, es su profesión– no encajan solamente en el romántico estereotipo de ‘Soldados de Fortuna’. Para mí, son, sin lugar a duda, Soldados de Buena Fortuna. Una buena fortuna que hace que este país no haya sido devorado por el gigante ruso. Como es natural –más allá del plano estrictamente militar–, la cobertura de los horrores de la guerra se suele centrar en los civiles. Pero, si no fuera por los uniformados, sean regulares o mercenarios, quedarían muchos menos civiles que defender.

Y esta definición –de soldado de buena fortuna– vale perfectamente para el hombre que quiero presentarles hoy. Le llamaremos ‘Justo’. Y, aunque digo hombre, es un chaval. Casi un niño, 22 añines. Pero con una madurez y fortaleza que, a mi juicio, sobrepasan la de muchos que se atreven a llamarse hombres. Por mucho esfuerzo que haga la cinematográfica bélica, jamás logrará captar en toda su crudeza el valor inquebrantable y la voluntad que llegan a imbuir al espíritu humano en ciertas ocasiones.

Somos vulgares mortales, nuestra carne es blanda y hasta el más duro de nuestros huesos nada tiene que hacer contra el calibre de un arma lo suficientemente potente. Algunos proyectiles son capaces de destrozarnos y de arrancarnos pedazos de nosotros mismos solo con rozarnos, sin ni siquiera tocarnos. Tal es su poder. Pero nuestro espíritu… pocas cosas hay tan duras y poderosas en este planeta.

Por ello, es especialmente desolador conocer a heridos de guerra cuyas heridas son mentales, algunos simplemente quebrados por los horrores de la contienda. Otros, con espantosos daños cerebrales, se pierden en un laberinto de pesadillas, en su particular y oscura madriguera de conejo en la que la memoria y el terror se funden en un grito silente. Alguno de estos me he encontrado; en muchos casos, el apoyo incondicional de sus compañeros se erige como el salvavidas que los mantiene a flote, acompañándolos, cuidándolos y proporcionándoles el consuelo que tan desesperadamente necesitan. Actuando como una verdadera familia hasta que pueden regresar finalmente a sus hogares.

En cuanto a Justo, independientemente de lo ocurrido, sus motivaciones o su temeraria y necesaria valentía, puedo decir por encima de todo que entrevisté a un buen chaval, a un tío normal. Pasaré tan solo por encima por su increíble y desgarradora vivencia en uno de los frentes más duros de toda la guerra, ya que podéis escucharle de viva voz en la entrevista que le realicé y que está grabada en vídeo; pero, a modo de resumen, les cuento que este joven fue enviado junto a dos compañeros —uno hispano y otro ucraniano— con una misión que consistía en recuperar equipo que había quedado a merced del enemigo en «la línea cero».

Posición que previamente tuvieron que abandonar ante el intensísimo ataque de los rusos. Fuego de mortero, artillería y, lo más aterrador, una vez dejaron la trinchera asediados por el adversario: una bomba termobárica. Esas mismas que el ejército americano usó con cierta ligereza durante la guerra de Irak. La explosión de esta, por fortuna para ellos, les pilló ya a 100 metros. En este caso fue lanzada por un Javelin –especie de lanzacohetes–.

Las bombas termobáricas son una de las cosas más parecidas al infierno que un ser humano puede experimentar. Allí donde explotan, queman el aire y elevan la temperatura a 3.000 grados centígrados. Si estás dentro de su radio de explosión, desapareces, te pulverizas, te conviertes en poco más que ceniza, polvo al polvo. Si te pilla más lejos de la explosión, pero aún al alcance de su poder, te deja sin aire, te vacía y te mueres asfixiado –también se las conoce como bombas de vacío–. De este infierno escapó junto a sus compañeros hasta la anterior línea de defensa. Todo mientras eran asediados por los drones enemigos. Fue el lanzagranadas instalado en el fusil de un compañero y los drones aliados los que, precisamente, consiguieron hacer efectivo su repliegue. Poco después recibieron la orden de volver para recuperar determinado equipo. Desgraciadamente para ellos, la posición había sido tomada por los rusos.

No solo eso, fue herido de gravedad, según puso un pie en la trinchera, por una ráfaga del siniestramente célebre AK-47 –posiblemente el arma que más víctimas ha dejado en la historia de la humanidad–. Le alcanzaron en la pierna y su extremidad quedó prácticamente colgando. Solo quedaba una cosa por hacer: morir o matar, y después, escapar. Luchar con cada gramo de su ser para sobrevivir. Es a partir de ese crudo instante que se desata una epopeya digna de las leyendas, una odisea oscura y visceral que rivaliza con las gestas de la antigua literatura épica.

Una vez se ocupó de la mayor de sus preocupaciones, el primero de sus enemigos –le salvó llevar el arma siempre lista para disparar–. Tras esto, Justo se refugió en un recodo de la trinchera. En ese momento, uno de sus compañeros se acercó corriendo y saltó dentro de la trinchera, pensando que disparaban desde fuera de esta. Le costó la vida: 23 años tenía. En palabras de nuestro protagonista, «le quemaron completamente» –a tiros–. Según cayó, le tiraron una granada. «Él no volvió a hacer ruido. Quedó muerto instantáneamente. Gracias a Dios no sufrió», concluye Justo con pesar. Después de esto, Justo pegó otro rafagazo para dar cobertura a su otro compañero. «El enemigo dejó de disparar». Por desgracia, el aliado que le quedaba también caería poco después. A Justo solo le quedaban dos cargadores. «No me queda otra que disparar», pensó. Justo volvió a asomarse y accionó su arma. El enemigo dejó de hacer ruido.

La plaza Maidan cuenta con un rincón en recuerdo de los combatientes latinos caídos en combate
La plaza Maidan cuenta con un rincón en recuerdo de los combatientes latinos caídos en combate. | ELIO GARCÍA

Justo quedó solo y, recordemos, herido de gravedad. Entonces pudo preocuparse de su propia conservación. Se puso en su malherida pierna dos torniquetes, «todo lo apretados que pude». A partir de ahí, arrastrarse para acercarse a un lugar más seguro, a una posición donde poder ser rescatado. Cientos de metros reptando y pensando solo en sobrevivir. La adrenalina le poseyó. En este interminable lapso, que duró varias horas, fue asistido por un dron ucraniano. Le daba instrucciones, apoyo y ánimos, literalmente. El dron le arrojó una botella de agua. Más que necesaria en su estado de deshidratación. Había perdido una cantidad alarmante de sangre. Esta máquina volante estaba dotada de un altavoz y le daba palabras de aliento para que continuara, para que no se rindiera. Casi ciencia ficción.

Tras cerca de dos horas arrastrándose, escuchó a sus compañeros. Venían a rescatarle. Cuando casi habían llegado a su posición, los empezaron a atacar con morteros y artillería. Varios de los compañeros encargados de su rescate fueron heridos. Se tuvieron que replegar. Se hizo el silencio. Al rato, Justo, ya sin fuerzas, volvió a ser atacado. «Sentí que las granadas caían a dos metros mío y yo solo ponía la cabeza contra el suelo», cuenta. Una media hora de ataque. Tras esto, otra vez la calma.

Volvió el dron aliado para decirle que siguiera subiendo, avanzando, que no se rindiera. Justo ya casi no podía ni moverse. Toda la adrenalina que, antes inundaba su ser –y tal vez salvó su vida–, se le había bajado y el dolor era espantoso. Justo recordó que llevaba una barrita energética consigo. Le dio las fuerzas justas para no perder la conciencia y llegar hasta la carretera cercana. Se quedó dormido. Poco antes del amanecer, de nuevo el dron ucraniano bajó sobre Justo e hizo ruido para despertarle. El dron disparó una luz para que el equipo de rescate le encontrase. Finalmente, pudo ser rescatado y llevado a una posición segura.

Después de este periplo comenzó la lenta danza de la recuperación, en la que aún se encuentra Justo. Que conserve la pierna es casi un milagro. Fue alcanzado por un calibre 7,62, un proyectil brutal cuyo pequeño orificio de entrada es engañoso, pues al salir arranca hueso, músculo y esperanza. Le fracturó la pierna en tres partes y le robó diez centímetros de hueso. Lo lógico habría sido perderla. Pero no fue así. Y ahora, contra todo pronóstico, volverá a caminar. Quizá incluso a correr. Porque si algo tiene este muchacho es voluntad. De la férrea. De la que se forja en el fuego del combate y no se quiebra ni ante el dolor ni ante la muerte.

La fortuna, sí, le sonrió. De una manera cruda, cruel incluso. Pero, al fin y al cabo, una sonrisa es una sonrisa. Aunque venga manchada de barro, de sangre y de metralla.

Por eso los animo a oírle contar su historia. Porque Justo es uno de esos individuos que no permiten que la guerra les devore el alma. Uno de esos que, cuando todo tiembla, cuando todo se quiebra, son capaces de prender una chispa de humanidad que les guía, como un faro, de vuelta a la orilla.

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