Entre los cabreireses singulares, algunos de los que van pasando por este rincón dominical y otros que están en el recuerdo de sus gentes, los hay que se ganaron ese espacio en la memoria colectiva desde sus obras en Cabrera y otros, algo muy habitual en estas tierras, que emigraron, que se abrieron camino lejos de su tierra natal. Tal vez el ejemplo más evidente haya sido el famoso Relojero Losada, pero no hace falta llegar a tal grado de gloria, también tienen mucho mérito otros que lograron una mejor vida desde posiciones más modestas, ejerciendo profesiones comunes. Sastre, por ejemplo, aunque la vida le diera un giro fatal.
Que sastre fue Joaquín Cañal Callejo, nuestro cabreirés de hoy nacido en el pequeño pueblo de Trabazos, allí transcurrió su infancia, entre montes, silencios de invierno y faenas del campo. Sin embargo, aquel niño de mirada despierta y manos ágiles sentía que el horizonte de su aldea era demasiado estrecho para sus sueños.
Para dar ese salto a ultramar, además de decisión, siempre hace falta alguien que tenda un puente. En el caso de Joaquín Cañal su “padrino” fue un cura que ejercía su ministerio en América. Todavía era muy joven cuando aquel hombre de sotana le pagó el billete que le arrancaría de su tierra natal. Joaquín partió hacia Estados Unidos cargado de ilusiones y con una maleta ligera, pero con un corazón lleno de hambre de futuro.
Nueva York lo recibió a nuestro cabreirés con su ruido ensordecedor, humo de fábricas y luces que parecían no apagarse jamás, todo lo contrario de su Cabrera a oscuras. Allí trabajó primero en fábricas, largas jornadas de fatiga que curtieron sus manos y su carácter. El dinero era escaso, pero la esperanza seguía siendo grande.
Pronto comprendió que el idioma era la llave. Se inscribió en clases nocturnas de inglés y buscó aprender un oficio digno. Los cuadernos que guarda su familia nos dan idea de sus desvelos con el idioma, su decisión de aprenderlo, sacando tiempo de debajo de las piedras.
Entre las oportunidades que se le presentaban la sastrería le sedujo: cortar, coser y dar forma a las telas le resultaba casi un arte. Tenía paciencia, precisión y gusto, y pronto el oficio se volvió pasión; pero el camino seguía teniendo obstáculos. En su diario, de caligrafía elegante, dejó constancia de un episodio que le marcó: Cierto día en un banco, al rellenar un formulario, escribió “Juaquín” en vez de “Joaquín”. El empleado, burlón, le soltó: “Ya ves, tanto tardar para no saber ni escribir su nombre”. Aquello fue como si le clavaran un puñal. “Este comemierda no me vuelve a humillar”, pensó. Y desde entonces se aplicó con más empeño a aprender, a dominar la lengua que le abría puertas.
Tras un tiempo en la gran ciudad, se trasladó a Oklahoma, donde trabajó en una fábrica de explosivos. La labor era peligrosa, pero su espíritu emprendedor no se resignaba. Allí comenzó a ejercer también de sastre, aunque con claridad confesaba en su diario: “En América, este oficio no tiene mucho porvenir”. Guiado por el consejo y el ejemplo de su padrino, decidió poner rumbo a Cuba, entonces tierra fértil y próspera. Allí, en Lombillo, levantó un taller de sastrería que creció rápidamente. Su talento con la aguja y la tijera lo distinguió tanto, que el régimen del dictador Fulgencio Batista eligió su sastrería para vestir al ejército.
Ya convertido en un emigrante triunfador, regresó a Trabazos de vacaciones. Allí conoció a la mujer que sería su esposa. Ella no sabía leer ni escribir, y Joaquín, hombre sensible y decidido, insistió en que aprendiera, para que las cartas entre ambos no tuvieran que pasar por manos ajenas. De ese matrimonio nacieron sus cuatro hijas, Herminia, Inés, Obdulia y Pura. La familia se estableció en Cuba en una vida cómoda, con negocio floreciente y prestigio social.
Pero en Cuba se avecinaban grandes cambios. Rumores de alzamientos, conspiraciones y cambios radicales llegaban a sus oídos. Joaquín, hombre práctico y previsor, no esperó a que la tormenta estallara del todo. “Más vale volver a España con dignidad que perderlo todo en la espera”, escribió en su diario.
Así, tras décadas de esfuerzo, viajes y conquistas, cerró el círculo, dejando el próspero negocio de sastrería en manos de sus empleados. Con su esposa e hijas emprendió el retorno a la Cabrera natal. No volvió como aquel joven pobre que partió con una maleta vacía, sino como un hombre formado, trabajador incansable y emigrante triunfador.
Sus nietas guardan con evidente cariño sus diarios, donde cada página es un testimonio de lucha, de orgullo y de ternura. Lucy, una de ellas, suele leer en voz alta aquellas anécdotas de Nueva York, de Cuba y de Trabazos, como si fueran capítulos de una epopeya familiar.
Cuando Joaquín regresó definitivamente a su Cabrera natal, lo hizo con la determinación de no volver al trabajo del campo ni a la ganadería. Aún conservaba el orgullo del oficio aprendido y perfeccionado en América y Cuba. Por eso compró unos terrenos en Puente de Domingo Flórez, decidido a levantar allí un nuevo taller de sastrería que le devolviera la estabilidad y el sentido de su vida.
Mientras gestionaba licencias y buscaba manos que le ayudasen en la construcción, llegó a sus oídos a través de un conocido, un rumor inquietante: “Los bancos estaban al borde de la quiebra y todos los ahorros iban a perderse”. Nadie sabe si fue aviso sincero o una burda trampa, pero Joaquín, temeroso de que su sacrificio de años desapareciera en un suspiro, acudió de inmediato a retirar todo lo que tenía.
El asalto
Con el dinero guardado en casa, aquella noche se desató la desgracia. Varios hombres encapuchados irrumpieron en su hogar y, pistola en mano, le exigieron que entregase cuanto poseía. Joaquín les dio la pequeña cantidad que llevaba en la cartera, pero los asaltantes registraron cada rincón hasta llegar a un arca cerrada. Los disparos rompieron la cerradura y, dentro, hallaron el botín: todos los ahorros que él había retirado unas horas antes del banco.
Su nieta Lucy recuerda que en su diario aparece la confesión más dura: “Cuando los ladrones se marchaban, sentí tal tristeza, tan honda ruina, que les pedí que me pegaran un tiro”. No lo hicieron, pero el alma de Joaquín quedó herida para siempre.
Arruinado, sin taller ni ahorros, Joaquín sobrevivió gracias a su oficio. Confeccionaba trajes a cambio de que otros labrasen sus tierras o le ofrecieran alguna ayuda. Su maestría seguía intacta, pero la dignidad de un hombre que había levantado sastrerías en Cuba y vestido ejércitos se veía reducida a un trueque campesino con inmenso dolor.
Los años que siguieron fueron duros y sombríos. La depresión lo envolvió como un manto frío. No escribía en su diario.
Finalmente, la muerte le alcanzó en su Trabazos natal, rodeado de la tierra que lo había visto nacer y que también fue testigo de sus últimos días de silencio y derrota.
Para las nietas de Joaquín, los diarios que dejó son un tesoro. En sus páginas no solo palpita la memoria de un hombre, sino también la de toda una generación de emigrantes que dejaron su tierra para conquistar un futuro mejor. Joaquín fue aprendiz, obrero, sastre, empresario, esposo y padre; fue también víctima de las vueltas crueles del destino.
Su vida enseña que la dignidad no reside en la fortuna que se acumula, sino en el empeño, en la caligrafía cuidada con la que quiso dejar huella, en el hilo invisible que une la aguja con la tela, y el recuerdo con la memoria.