Precisamente para combatir esos mitos y ese desconocimiento existe en cada provincia una Asociación Diabetológica que forma parte de la Federación y que trata de “explicar, sobre todo a los compañeros de los niños con diabetes, lo que es”, mientras reivindica cuestiones como “una enfermera en los centros escolares, para que no sean los profesores o los padres quienes tienen que dejar de trabajar para hacerle una glucemia a su hijo en el recreo”, o una educadora en diabetes “en los hospitales y centros de salud”.
La Federación también reclama acabar con la discriminación laboral, al existir “puestos que siguen prohibidos por una legislación que se hizo hace mucho tiempo y que no tiene en cuenta los avances que permiten que una persona con diabetes pueda hacer lo mismo que cualquiera”. Además, piden “subvenciones para que los diabéticos puedan tener sensores de monitorización de la glucosa, como sucede en otras Comunidades Autónomas, y no tengan que pincharse para medir sus niveles”. En la misma línea se expresa el presidente de la Asociación de Diabéticos de León, Nicolás Ramos, quien además explica el deseo común de que “se logre una cura para la enfermedad”.
El objetivo final de estas reivindicaciones es mejorar la vida de todas las personas con diabetes de Castilla y León, una enfermedad que afecta especialmente a quienes la sufren en edades más tempranas. Tres de ellos, los salmantinos Javier Bajo, Alejandro Lamazares y María Moro, de 19, 16 y 15 años respectivamente, conviven con ella desde hace apenas cinco años, y coinciden en que, desde entonces, tratan de hacer su día a día “lo más normal posible, aunque siempre teniendo en cuenta que hay que prevenir lo que puede pasar si hacemos algo especial, como salir con los amigos o hacer deporte, para que no nos pase nada”.
Javier Bajo reconoce que en su caso fue algo más fácil puesto que su padre también tiene diabetes, por lo que en su casa solo tuvieron que adaptarse “de uno a dos”, y aunque afirma que con esta patología “se renuncia a la libertad de tomar todo lo que quieres y cuando te apetece, lo que te gusta no tienes porqué dejarlo, solo hay que controlar las cantidades”. "Aunque se sigue identificando ser diabético con tener alergia al azúcar, hay que explicarle a la gente que no es así”.
De igual manera se pronuncia Alejandro Lamazares. Como Javier Bajo, utiliza una bomba de insulina que segrega, a través de un tubo de plástico unido al cuerpo por una cánula blanda, la dosis que el cuerpo va necesitando para funcionar como un “falso páncreas”. “Da mucha libertad”, reconoce Lamazares, quien no obstante señala que la diabetes “afecta mucho a la hora de hacer deporte, porque hay que preparar la alimentación desde el día antes para no sufrir subidas ni bajadas grandes de glucosa”. De hecho, él mismo vivió una en un partido de fútbol, algo que sin embargo no le ha hecho dejar el deporte sino “controlarme más”. Además, reconoce el apoyo de su familia, para quienes fue “todo nuevo y tocó afrontarlo”, y el de sus amigos, que “están casi más pendientes de mí que yo para las comidas”.
María Moro es la benjamina del grupo salmantino y recuerda cómo le diagnosticaron la diabetes “con solo once años, porque bebía mucha agua, tenía siempre sed y estaba de mal humor”. A partir de entonces, le tocó “controlar mucho” su alimentación y reducir la ingesta de dulce “aunque me gustaba mucho”. Le ayudó que antes del diagnóstico ya era “muy responsable, aunque después me volví más”. No obstante, sigue tomando zumos o pequeños trozos de chocolate que aún le toca “explicar a mis compañeros que sí puedo, pero de forma controlada”, y se plantea nuevos retos como hacer el Camino de Santiago, tras viajar por primera vez, desde que le fue diagnosticada la diabetes, a Francia en “una experiencia que me hizo crecer mucho y ser más valiente”.
Tres casos en la misma aula
En Zamora, Noelia Alcántara Fernández estudia segundo curso de ESO en el IES León Felipe de Benavente, y quiere ser profesora de niños pequeños. A sus 15 años, tiene una larga experiencia en una enfermedad que le diagnosticaron cuando tenía ocho. “Bebía mucho agua, me hicieron un análisis y tuve que ir al hospital porque tenía muy alta la glucosa”, recuerda. “Hago vida completamente normal, aunque tengo que estar pendiente. Antes de comer, me pincho para ver cómo está la glucosa. Si está alta, me pincho antes de comer y, si está baja, como y me inyecto”, explica.
Noelia, quien tiene otros dos compañeros con diabetes tipo 1 en su misma clase, reconoce comer “a bulto” si va a una hamburguesería con sus amigos porque “es difícil calcular” pero, en cualquier caso, recibe “pocas broncas” de sus padres porque suele ser prudente. “Puedo comer de todo pero con cabeza. Mis platos favoritos son la pasta, las patatas fritas y las alitas fritas”, dice, entre risas.
“Cuando salgo de campamento llevo el medidor, insulinas y siempre algo para comer en una mochila pequeña. Si hace mucho calor, tengo que tener cuidado y llevar refrigerada la insulina”, anota. En los últimos tiempos, no obstante, lleva un nuevo parche que le permite no tener que pincharse, y bajó una aplicación para el teléfono móvil que le facilitaba las mediciones. “Ahora tienes la tecnología a tu favor, pero no lo financia la Seguridad Social y estamos las asociaciones luchando a ver si se consigue”, comenta.
Por su parte, Natalia Marcos González tiene 14 años y estudia tercero de la ESO en el Colegio Medalla Milagrosa, en la capital zamorana. Su caso es mucho más reciente porque fue diagnosticada el 23 de marzo de 2016, fecha que tiene grabada en la mente. “Antes estaba muy cansada, había adelgazado bastante y bebía demasiada agua. Siempre me llevaba una botella al colegio y en esas semanas me bebía dos solo en la primera hora y tenía que rellenarlas”, relata. Como integrante de la cofradía de las Siete Palabras, en plena Semana Santa se desmayó y tuvo pronto el diagnóstico de diabetes tipo 1. “Tengo que pincharme tres veces al día insulina de la rápida, en las comidas, excepto en la merienda porque no suelo tenerla alta. Una de las veces es por la noche, la que llamamos lenta”, apunta.
La normalidad cotidiana es la tónica en la vida de Natalia, que tiene en su mismo curso a otra compañera con la misma enfermedad, y que asegura con firmeza que los macarrones con tomate son su preferencia culinaria. “Cuando como fuera de casa mido y controlo los hidratos de carbono y, cuando me inyecto, es algo normal. No me escondo. Si me tengo que pinchar, me pincho y ya está”, subraya. “Tienes que llevar un poco más de control y una vida más estricta pero eso no es un problema”, relata.

Pendientes de Rodrigo
En León, Rodrigo Tascón Franco tiene once años y a los cuatro le fue diagnosticada la enfermedad. Lo primero que destaca, preguntado por su día a día con la diabetes, es que en su colegio, el Maristas San José de la capital leonesa, los profesores están muy pendientes de él, “de ponerme insulina, de mirarme después de comer, antes y después de hacer deporte”, explica.
El debut en la enfermedad le cambió la vida, en el sentido de condicionar algunos aspectos, pero no le impide hacer las mismas actividades que otros pequeños de su edad. “Siempre tienes que estar pendiente, sobre todo porque hay muchas cosas que le afectan; no es tan regular como yo, hay muchos factores y lo más peligroso son las hipoglucemias”, afirma su madre, también diabética, y añade que “te habitúas a la rutina, pero estamos muy pendientes y ahora hay avances que te lo facilitan, no es como antes, que solo tenías la posibilidad de las tiras reactivas”.
“Lo que más nos condiciona, por ejemplo, es a la hora de las comidas. Cuando debutó íbamos con la báscula a todos los lados. La alimentación es muy sana, puede comer de todo, pero porque sabe cuándo y cuánto”, explica su padre, y apunta que en el hospital de León, donde cada año diagnostican nueve casos nuevos de diabetes en niños, han encontrado “muy buenos profesionales y muy implicados”.