La única patria es la memoria, es decir, la infancia, los recuerdos, los sueños, la tierra feliz que nos queda después de tirar por la ventana del olvido los malos ratos, las penas, los llantos, los amaneceres fríos en días de escuela, las ausencias...
La única patria siempre buscada es la infancia. Y más en días como ayer en los que llegamos a añorar aquellos amaneceres en los que en el suelo frío de la cocina sólo habían dejado un pijama o unas zapatillas, en los que en el horizonte del día de los Reyes sólo se aventuraba un cocido que, por una vez, tenía más tajadas que caldo.
Por eso llevamos los adultos esos disgustos tan grandes cuando nuestros hijos dejan de creer en los Reyes o en el ratoncito Pérez. Decimos que el niño lo ha pasado muy mal cuando para él sólo fue un descubrimiento más en su diario carrusel de novedades. Deja de creer pero no de recibir juguetes. Pierde parte de la inocencia pero él no quiere se inocente sino mayor. Por eso el disgusto es nuestro. Por eso los que sentimos que hemos perdido algo somos nosotros, mientras ellos siguen jugando.
Por eso llevamos en el bolso uno de sus peluches y lo convertimos en nuestro talismán. Por eso lo cuelga el portero de fútbol en las redes de la portería o el albañil en las vallas de la obra.
Porque quienes realmente quieren ser niños son ellos.
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