Un millón de pesetas por cada una

José Cabañas sigue en este capítulo indagando en los hechos ocurridos en el Puerto de Somiedo y que acabaron con la muerte de las llamadas ‘enfermeras mártires’, admitiendo la dificultad de saber todo de aquellos hechos pues nada puede darse por sentado

José Cabañas
07/08/2022
 Actualizado a 07/08/2022
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La misma suerte corrieron las tres jóvenes astorganas halladas por los milicianos en el destacamento franquista del puerto de Somiedo (herida en la mejilla una de ellas, posiblemente Olga Monteserín) señaladas por aquellos como inductoras en el asesinato de los dos emisarios (José Fidalgo Menéndez, de 21 años, serrador, comunista, era el otro), sin duda con los ánimos sobrecogidos y muy alterados por la visión de sus compañeros despedazados, encolerizados además por los gritos de venganza de Milagros por la espantosa muerte de su marido, ejecutadas (ya en la mañana del 29) y enterradas en un prado después de que, al parecer (proseguía la versión antes aludida), decidieran su destino los mandos del Batallón Guerra Pardo reunidos «en la checa de Pola de Somiedo, a la que con el médico fueron conducidas desde el Puerto después de que el capitán José Sánchez Ortega (’el Andaluz’) recluyera allí a los prisioneros en el corral de Maximina y Virginia» (se asegura el 12 de febrero de 1937 en la comunicación de la Cruz Roja Internacional en respuesta a las insistentes peticiones de sus familiares de noticias sobre ellas). «También los soldados apresados señalarían a las enfermeras como instigadoras y responsables de las muertes de los enviados a parlamentar», dirá años más tarde (en 2007) Mario Antonio Gutiérrez Rubio que «le había contado varias veces un miliciano del batallón Guerra Pardo que aún vive en la comarca de Omaña y que participó en el combate del Puerto», en el que lo sucedido se ajusta –dice– a lo que en su obra relata Alonso. Sin embargo, testimonios también de entonces, como los de dos soldados y un falangista, sostienen que «la orden de asesinarlos la dio el comandante Berrocal durante la noche, y se ejecutó de inmediato».

Las tres enfermeras tenían el hábito de comunicarse de una forma regular por carta con los suyos a lo largo de su breve estancia en el puerto de Somiedo  Las tres enfermeras se comunicaban regularmente por carta con los suyos a lo largo de su breve estancia en el puerto de Somiedo. El lunes 26 de octubre escribe a su casa Pilar Gullón, y el 27, martes y en Astorga día de mercado, su familia y la de Octavia tenían previsto hacerles llegar las suyas, escritas con premura en aquella fecha y la anterior, junto con algunos encargos solicitados, por medio del capitán Nonide, que supuestamente se encontraba en la ciudad (parece que así lo creía la madre de Pilar, lo que a la luz de otras fuentes resulta no ser cierto, y no habría realizado el fugaz y previsto viaje Somiedo-Astorga de ida y vuelta) y que a las tres de la tarde habría de recogerlas para dirigirse a continuación a Somiedo, misivas que nunca se entregarían ni llegaron a sus destinatarias. Si llegaban ya en aquella misma fecha noticias del ataque al puerto, y sin saber de las enfermeras durante un tiempo ya demasiado prolongado, tras confiar en que su silencio se debiera a que las hubiesen transferido a otros frentes, deciden sus familiares –que desde el primer momento tras las nefastas nuevas inician en todos los niveles su ardua, tenaz, desesperada e infructuosa búsqueda– ofrecer como rescate por ellas una notable cantidad de dinero, después de tener a primeros de diciembre la esperanza (que mantienen hasta la mitad de enero) de que «se encuentran en Belmonte (Asturias) prisioneras de los rojos, que como trueque piden un millón de pesetas por cada una de ellas».

El eco de su captura conmocionaba a la sociedad astorgana desde el principio, y lo harían mucho más las noticias recibidas al cabo de unos meses, al conocerse el 12 domingo de febrero de 1937 de «su infame asesinato por las hordas comunistas» (el 18 de aquel mes, el mismo día que El Pensamiento Astorgano noticia en su portada «El salvajismo rojo. Tres enfermeras de la Cruz Roja de Astorga asesinadas», anuncia que «por rebelión han sido el anterior pasados por las armas» nueve de sus vecinos), y cuando, liberada Asturias, el 30 de enero de 1938 una comisión oficial se desplace a Pola de Somiedo para exhumar «los cadáveres portentosamente incorruptos de las tres heroicas mujeres y los traiga al día siguiente al solar natal en una procesión de ataúdes blancos envueltos por la bandera española» para honrarlos en la sala capitular del Consistorio y conducirlos al día siguiente desde allí en una brillante comitiva encabezada por autoridades militares, religiosas y civiles y colmada de enseñas, saludos fascistas e himnos nacionales a la Catedral, donde serían sepultados con gran pompa y ceremonia, y solemnemente trasladados en junio de 1948 a su definitivo mausoleo en la capilla de San Juan (parece que con la presencia displicente y poco amable de la esposa del Caudillo y todo su séquito). Fueron también exhumados con los de las enfermeras «los restos de dos bravos falangistas (’a los que se dio cristiana sepultura en el cementerio de Pola de Somiedo’; añade más confusión a lo sucedido en este dramático episodio que conste en la Causa General que con las enfermeras se exhumó a «tres sargentos no identificados), víctimas igualmente de la ferocidad marxista». El 4 de abril del mismo año se recuperaban los de los restantes ajusticiados, trasladando a su pueblo los del capellán.

«Nada puede darse por sentado sobre la decisión de ajusticiar a las enfermeras ni sobre su ejecución, pues ninguno de los testigos presenciales de aquellos hechos los narró con detalle y precisión», afirma Víctor del Reguero, y a propósito de tal aseveración podemos señalar que a principios del año 2009 tuvimos ocasión de conocer, gracias a la aportación del investigador asturiano Luis Miguel Cuervo Fernández, de la existencia de uno de los participantes en el copo de Somiedo y testigo de los hechos sucedidos en el mismo, incluido el asesinato de las jóvenes astorganas, Abelardo Fernández Arias, lo que permitió que unos meses más tarde lo entrevistaran Lala Isla y Mercedes Unzeta Gullón, sobrina de la enfermera Pilar Gullón la última, e hija la primera de Angelines Ortiz, la enfermera titulada al final sustituida (según su propio relato). Residente en Gijón y ya entonces de avanzada edad, Abelardo (de la tercera compañía del Batallón Guerra Pardo, una de las dos que asaltaban las posiciones franquistas) tendría también singular protagonismo poco más de un año después en la ayuda prestada al grupo de republicanos del Batallón Galicia mandados por el comandante José Moreno Torres en retirada hacia La Coruña en su odisea y martirio en el Alto del Acebo, entre Asturias y Lugo, cuyos restos fueron exhumados en agosto de 2007 por la ARMH para ser después homenajeados y depositados en el cementerio de A Fonsagrada en noviembre de 2009. Abelardo Fernández, nacido y criado en San Antolín de Ibias (Asturias), contaba 17 o 18 años en julio de 1936, cuando con el golpe militar y la guerra subsiguiente «se partió el mundo», según él mismo dice.

Sus entrevistas, a pesar de alguna imprecisión y de cierta confusión en algún momento del relato, aportan desde luego mayor luz respecto a algunos importantes detalles de la historia, más próxima, a lo que parece, a la versión presente en el Sumario del principal acusado y condenado por los hechos, Genaro Arias Herrero (’el Pata’, que alegaría conducir a los prisioneros a Gijón, y no hallarse en el lugar cuando suceden), de haberse tratado de un proceder –el de ajusticiarlas– originado en la repentina ofuscación y en «la venganza de la muerte de su marido» de la esposa de uno de los dos milicianos apresados a traición cuando parlamentaban con los sitiados y torturados y asesinados en los momentos previos al copo y a la conquista del puerto, no decidida por nadie previamente, sino surgida obedeciendo a un súbito arrebato de furiosa rabia motivado en el dolor, la ira y el desquite de quien acababa de saber del cruel destino dado por los facciosos cercados a su consorte poco antes. Una narración la de este testigo que desmiente radicalmente la versión del martirologio franquista (“las mártires de Somiedo” no lo habrían sido tanto ni de la manera que en aquella se cuenta), y que también contradice e invalida algunos pormenores de la presentada en las investigaciones reseñadas:

Nada puede darse por sentado sobre la decisión de ajusticiar a las enfermeras ni sobre su ejecución, pues ninguno de los testigos presenciales los narró con precisión  «Al sacar bandera blanca y pedir parlamentar el comandante ‘nacional’ se acercan para ello los dos milicianos, que de inmediato fueron muertos de dos tiros (y no después de que los torturaran), al parecer por dos exaltados falangistas. Finalizado el copo del puerto, por la noche se habría bajado a Pola de Somiedo en camiones (parece que no se hizo así, apuntan otras fuentes, sino andando por senderos que ladeaban la montaña por la aldea de Valle de Lago, a cubierto del posible ataque de los refuerzos sublevados prontos a llegar; al comandante Berrocal, herido en una pierna, lo bajan a caballo) a todos los prisioneros, en uno a los mandos –militares y falangistas– y las enfermeras (que asistían a los heridos en la Comandancia y en el hospitalillo instalado en una casa o almacén del pueblo, aunque estaban con ropa de calle, sin uniforme de ningún tipo, cuando las apresan, intentando pasar por muchachas y mujeres de la zona capturadas por los franquistas y obligadas a ayudarles, y a las que en nada se las molestó entonces ni después, ni tampoco a los demás, ni se remató a herido alguno, ni a nadie se torturó ni se obligó a cavar su fosa, ni se quemó vivo a médico ni sacerdote alguno), y de allí se envió en camiones a los soldados a Gijón, algunos recuperados para los frentes leales (de los que varios se volverían a pasar con los rebeldes).

José Cabañas publicó recientemente ‘Cuando se rompió el mundo’ en el que dedica un amplio capítulo a las mártires.

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