Un gol por nuestros mayores

Por Óscar Falagán

18/04/2020
 Actualizado a 18/04/2020
Goyo Benito, en un partido con el Madrid. | EUROSPORT
Goyo Benito, en un partido con el Madrid. | EUROSPORT
Es esta una de esas pequeñas anécdotas, una de esas historias sencillas que se cuentan en cada casa, pero que no por pequeñas y sencillas dejan de ser bellas y sentidas… Una tarde de noviembre de 1979, un miércoles concretamente, cuatro paisanos de la comarca de La Bañeza se disponían a salir en dirección a Madrid con el Estadio Santiago Bernabéu en mente. En la guantera de un Simca 1200 había un sobre que contenía lo que para ellos era un tesoro: cuatro entradas para el partido de vuelta de los octavos de final de la Copa de Europa. Eran paisanos de veinte y tantos años o así (de veinte y tantos de los de entonces, es decir, dueños de negocios, casados, con hijos…), que apuraron hasta el último minuto para dejar arreglados los asuntos de sus respectivos establecimientos: una tienda de fontanería, otra de electrodomésticos, un par de bares.

Estaban casi a punto de partir cuando se enteró del viaje mi abuelo (para alguien que en su juventud viajaba por la provincia en mula, un viaje desde tierras leonesas a madrileñas era un viaje serio). ¿Me lleváis con vosotros, y aprovecho para visitar a un amigo que vive en Hoyo de Manzanares…?, preguntó. Cabía uno más en el coche, por supuesto. Así que se fue con ellos. Mi abuelo, que era hombre de poco viaje. A visitar a un amigo, pensaba... Ya que su hijo y otros estaban tan locos de hacer seis cientos kilómetros en pocas horas para ver un partido de fútbol, pues que le hicieran un hueco y así podía ir a pasar un rato con un amigo al que no veía desde hace tiempo. Porque él eso del fútbol solo lo había visto alguna vez por la tele y no le entusiasmaba mucho, por no decir nada.

No se imaginaba que por la Nacional VI empezarían a aparecer coches que venían del norte de Portugal, haciendo sonar su claxon animosamente y ondeando banderas albi-azules por las ventanillas... ¡Había otros muchos con igual locura que esos con los que él viajaba (mayor locura porque iban a Madrid a ver un partido desde más lejos todavía)! Menos se imaginaba, claro, que se vería sorprendido por el creciente gusanillo de querer ver él también aquel partido. ¡Cuanto más pitaban los portugueses, más ganas de verlo le entraban!, aunque ¿cómo, ¡si él no tenía entrada!?... Pues ocurrió uno de esos golpes de suerte que parecen estar escritos: en un bar de Medina del Campo aparecieron otros peñistas a los que sobraba una; y ante la mirada atónita de sus compañeros de viaje, mi abuelo se agarró a ella. Haciendo uso del teléfono del local, llamó a su amigo de Hoyo de Manzanares para decirle: ¡Cambio de plan, no salgas a buscarme a la carretera!

De una asistencia de 120.000 espectadores hablaron algunas crónicas periodísticas al día siguiente (hoy caben 80.000 al estar todos sentados). Ningún otro estadio de Europa metía a tanta gente en sus gradas. Y esa noche (como en el Simca) había un hueco ahí también para mi abuelo. Cuando Toribio, que así se llamaba, vio el ambientazo que había en los alrededores de Chamartín, no daba crédito. Él, que toda la vida había vivido en un pueblo que no llegaba a los mil habitantes… ¡Casi doscientas veces la población de Posada y Torre de la Valduerna estaba entrando por las puertas de un recinto bastante más estrecho que su propio pueblo! “Nunca me he olvidado de cómo le brillaban los ojos en esos momentos”, dice siempre mi padre. A mi abuelo, que era hombre de campo, recio y poco dado a mostrar emociones… Le brillaban los ojos ante todo aquello…, a mi abuelo.

Por haber sido su entrada comprada aparte, le tocó estar separado de “los chicos”; ellos estaban en otra punta del estadio, pero no le importaba. Estaba ahí dentro y alucinaba. El Oporto había ganado 2-1 en el Estadio Das Santas y el Bernabéu hervía. En el graderío había pasión contenida y mucha camaradería; en el campo un equipo portugués agazapado atrás y un Real Madrid intentando abrir sin éxito el cerrojo del hermano ibérico. Pasaban los minutos y nada. García Remón, arquero merengue, era casi un espectador más, aunque tuvo también algún susto: “Uno del Oporto muy bueno, Duda, tiró una falta que salió rozando la escuadra. Nos metió el miedo en el cuerpo…”, dice mi padre. “Duda, vá para aquela bola…!”, recuerda que gritaban los portugueses” (¡¿De qué equipo iba a salir yo, si de chavales jugábamos junto al Duerna soñando con parecernos a Di Stefano?!, se explica cuando le pincho en su acérrimo madridismo).

Setenta minutos cero a cero… hasta que sucedió. Cunningham, el primer inglés de la historia que vistió la camiseta madridista, sirvió un magistral córner. Un gol suyo había acortado distancias dos semanas antes en Das Santas y ahora un centro suyo tenía la medida para que Goyo Benito se elevase por encima de todos en el área grande y conectase un sublime testarazo. Esa escena no necesito que me la cuenten, he visto las imágenes; he visto como Pirri, Santillana, Camacho, Del Bosque… corrieron a levantar una montaña blanca sobre aquel zaguero al ataque que había conectado un cabezazo inapelable, eterno, inolvidable, haciendo que la tentativa de palomita de un meta apellidado Fonseca acabase en un abrazo al poste de la portería que defendía. Porque esa noche estaba escrito que fuese así. Era la noche de Goyo Benito.

Mi abuelo nunca volvió a ver un partido en directo. Para él y para siempre el Santiago Bernabéu era aquello: más de cien mil gargantas, más de cien mil alientos, multitud de banderas blancas y también azules y blancas (como un derbi entre la Cultural Leonesa y la Ponferradina pero a lo bestia). Eso y un defensa central reconvertido a delantero centro goleador. No de los que lo hacen a menudo —como hoy en día se estila alguno— sino una vez en la vida; porque, aunque marcó otros dos goles a lo largo de su carrera deportiva, el de aquella noche fue el que provocó mayor júbilo; y también el mayor estruendo humano que jamás oyera mi abuelo. En la grada, Toribio sonreía al ver el mosaico de estandartes, gorras y bufandas al viento; en el campo, Goyo Benito besaba el césped con un tropel de compañeros encima. La victoria de esa eliminatoria se quedaba a este lado de la raya; ese día tenía que ser así, ya en otra ocasión tocaría la alegría al otro lado de ella, al Oporto o a quien fuera… Aquel Simca no llegó a casa hasta bien entrada la madrugada, pero los seiscientos kilómetros habían valido la pena.

La Bañeza tiene o ha tenido desde entonces —además del clásico de Tercera División y otros equipos— varias peñas futboleras aparte de la del Real Madrid: del F.C. Barcelona, del Atlético de Madrid, del Athletic de Bilbao, del Deportivo de La Coruña y hasta de la Unión Deportiva Las Palmas (curiosidad esta última donde las haya); pero en estos días de confinamiento no hay fútbol en ciudad o pueblo alguno de León, España, Portugal y más allá; no hay partidos de Champions League ni de ninguna otra liga, porque en estos días solo un partido importa. Un partido en el que todos somos del mismo equipo y todos tenemos el mismo objetivo... Mi abuelo Toribio se fue hace años (“¡Beckham, inglés, ponla como Cunninghan a Benito!”, podría haber dicho alguna vez desde “ahí arriba”); pero hay muchos a los que tenemos que seguir viendo brillar los ojos. Por lo que sea que a ellos pueda llegar a emocionarles, pero ¡que sea!... Gregorio “Goyo” Benito, como otros muchos, nos han dejado en estos últimos inentendibles días; está también ya él ahí arriba, ahí donde casi (o sin casi) llegaba con sus saltos, despejando balones o rematando saques de esquina. Muchos de los que eran padres cuando él jugaba eliminatorias de Copas de Europa son hoy abuelos. Hemos de conseguir que nuestros mayores sigan jugando la copa de la vida con nosotros. Aquel gol, este gol, estás palabras… van por todos. Por los que se han ido, a quienes nunca olvidaremos, ¡y por los que van a quedarse!
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