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Un bus de película (II)

29/08/2022
 Actualizado a 29/08/2022
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La próxima vez que quede al paro me cojo el Alsa de León a Bucarest (Rumania), que son dos días, nueve horas y treinta minutos de europeo paseo por los 3.368 kilómetros que separan ambas capitales, 18 paradas, 8 en España y 10 en Rumanía, del tirón desde Vitoria a Arad, probablemente el coche de línea sin transbordo más largo de la compañía desde la estación de Saénz de Miera.

Ya conozco Bucarest, lo hago por el viaje, por una especie de llamada. Después de haber declarado públicamente mi afinidad con el medio de transporte contemporáneo más desprestigiado, el destino me ha hecho un guiño. Hace unos días, en una boda a 300 kilómetros de León, cuando traté de hacer migas con el chófer –como sabemos todos los aristócratas, es fundamental en cualquier evento contar con aliados entre el servicio–, los astros se alinearon y dieron en que el hombre también era del Condado. Charlando un rato llegamos a la conclusión de que tenemos algún ancestro en común. Claramente, se trata de una señal de los cielos mostrando un posible camino por el que me pueda venir la querencia por esta forma de viajar, siempre proletaria, aunque se gaste un poco más, porque el mayorlujo al que se puede aspirar en el vehículo son unos centímetros extra, quizás unos cacahuetes y unos cuantos grados menos. La cabina de un autobús dista mucho de ser un tanque de suspensión sensorial, pero no me perturba de ningún modo saber que por delante tengo dos, tres o doce horas de traqueteo, soniquete, runrún y picoteo. Ahora que leo lo anterior, puede que haya algún trauma infantil no resuelto en todo esto. Completar el itinerario podría ser la terapia de choque perfecta. O no. También existe la opción de que en lugar de aborrecerlos para siempre, luego no fuera capaz de bajarme de los autobuses y pasara el resto de mis días enganchado al terciopelo gastado de las rutas más inverosímiles. Creo que sería un final de película. Está claro que de terror.
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