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Tráfico de arte

06/12/2020
 Actualizado a 06/12/2020
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Cada vez que salgo al campo y oigo en la lejanía el balido de las ovejas y el tintineo cacofónico de los cencerros recuerdo los insólitos proyectos de la galería Tráfico de Arte y su aventurado impulsor, Carlos de la Varga. Entonces el mundo era joven porque éramos jóvenes y el arte contemporáneo entusiasmaba de forma laboriosa y dominical, gracias a autobuses de línea con destino en Madrid y más lejos. Lo más moderno aquí eran cuadros de caballete con ecos de vanguardias añosas ya y una generación que se abría paso contra etiquetas de emergentes, noveles o similares vaguedades y condescendencias. Entonces, un tipo grandullón y algo destartalado abrió un tabuco en la embocadura de Serranos con Torres de Omaña, barrio que motejan ‘romántico’, con cuatro paredes y una trastienda, un diógenes bien llevado y la romántica –aquí sí– intención de sobrevivir a su propia fantasía.

Hace dos décadas –oh, señor– en el Museo de León (ese ‘arqueológico’ o ‘de San Marcos’, entonces lejos aún de habitar Pallarés), trabajamos con él y con el profesor universitario y crítico Javier Hernando, alma de toda novedad de ese corte, en un proyecto que iba para largo y se quedó en un par de envites. La idea de partida era sencilla: confrontar el abundante patrimonio histórico y natural de León con la creatividad de nuevos artistas. Para entonces, algo poco visto aquí. La primera exposición (2001) tuvo lugar en la entonces sede provisional del Museo (lo fue durante una década), el edificio que hoy ocupa el Procurador del Común en la calle de Sierra Pambley, y enfrentó algunas de las obras más notorias del Museo con instalaciones, esculturas y hasta una performance callejera que recorrió media ciudad; ‘Miradas contrapuestas’ se llamó. La segunda (2003), ‘Otro lugar de encuentros’, exploró el territorio al rebufo de las múltiples experiencias de la propia galería en su centro de Land art ‘El apeadero’. Se emplazó en la comarca de Sahagún y varias instalaciones de gran porte ocuparon ruinas monásticas, una ermita, un claustro, un palacio y hasta una isla en medio del Cea. Alguna de aquellas obras tenía vocación de regalada permanencia y sin embargo tuvieron un áspero final, como aquellos mansos volúmenes metálicos arrasados por el mismo ayuntamiento que los autorizara años antes. Así somos.

Con vocación bienal, el proyecto debía continuar en 2005 pero ese año abrió el MUSAC y el arte contemporáneo se guareció en sus muros así como la financiación aparejada, por cierto sin que nadie cuestionara en público tales trasvases presupuestarios, ahora que se habla de esas minucias. Hoy el MUSAC, institucionalización definitiva de aquellos ensayos, homenajea o al menos recuerda experiencias que aunque tarde, como tantas cosas en León, no envidiaban otros lugares ni otras inventivas, ya en empeño o repercusión. Gracias, Carlos y Javier, por aquel tráfico de arte.
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