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Todos somos polacos

11/02/2018
 Actualizado a 19/09/2019
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En Polonia ya no puede afirmarse que los polacos participaran de alguna manera en la persecución de judíos desencadenada durante el nazismo y en el posterior holocausto. El ultranacionalista y reaccionario gobierno de Varsovia ha promulgado una ley que ciñe el relato histórico acerca del papel de los ciudadanos de ese país en los sucesos más abominables del siglo pasado europeo. De hecho, impide incluso la mera pronunciación de frases en contra de la doctrina oficial. Por decreto, todos los polacos fueron buena gente.

En aquel país, tan zarandeado y mortificado como ningún otro en esa guerra, en tantas guerras, se debatía estos días pese a todo sobre el número e importancia de los polacos que auxiliaron a sus conciudadanos de religión judía y aquellos que hicieron lo contrario o, simplemente, miraron a otra parte. Esa cuenta de la vieja a veces contribuye a afianzar prejuicios, pues parece partir de la presunción de que existe una determinada actitud propia de ser polaco. Como cuando todos los franceses habían pertenecido a la Resistencia y boicoteado el régimen de Vichy. ¿Cuántos justos deben hallarse en Sodoma para que tenga sentido salvarla? Tampoco ayuda el hecho de que se suela hablar de judíos que vivían en Polonia, como si estuvieran viviendo en sitio equivocado, como si no hubieran sido una parte más de los polacos, la más débil a la postre. Igual lo que fallan (y hasta sobran) son las etiquetas.

Gracias a los medios de comunicación tecnológicos muchos ciudadanos hoy día se sienten más identificados emocionalmente con gente que ni vive en el mismo continente, conforman una comunidad humana sin raíces terrenas locales. Mientras, otros se repliegan sobre tradiciones y relatos de tribu tan impostados como simples que les proporcionan un espacio de confort en medio de los movimientos ‘sospechosos’ de otras manadas. Ambos grupos están compuestos de personas, o sea, de polacos. Hace no tantos años, cundía el convencimiento de que una correcta defensa de la identidad colectiva propia alzaba una poderosa herramienta contra la apisonadora de la globalización y su capacidad de empobrecimiento. Pero en materia de empobrecimiento, los agentes empeñados en construcciones identitarias se han llevado el premio gordo, reduciendo al ridículo (y al peligro) cualquier posibilidad de identificación comunitaria espoleada por las leyes o los discursos gubernativos.

El mito del carácter nacional se ha construido siempre sobre el requisito de saberse ya no distintos, sino mejores que el otro. Aquellas antiguas fábulas sobre honorables pasados y destinos acrisolados se trasladan hoy día a los boletines oficiales, apenas cambiando de estilo, que no de contenido. Sin embargo, lo que sucede (todos lo sabemos) es que en todas partes hay polacos y somos nosotros.
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