09/05/2018
 Actualizado a 19/09/2019
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Tiene el verbo ser en español una fuerza semántica arrolladora y única en comparación con otras lenguas. Al distinguir entre ser y estar, otorga a todo lo que es, una especie de presencia ontológica atemporal. El ser (sustantivo y verbo) es un desafío al tiempo y el espacio, un deseo categórico de eternidad y permanencia. La paradoja está en que, al mismo tiempo, sirve para decir que «somos» mortales y que nada en este mundo «es» permanente. Hechas estas reservas, pues sí, digo que «soy» iberista.

Lo soy casi desde pequeño, porque estudié en Tuy y crucé muchas veces su puente metálico fronterizo para pasear por Valença do Minho. Allí escuché por primera vez a un niño aquello de la ‘Batalha de Aljubarrota’, la derrota castellana de 1385, que figura como hito fundacional de Portugal. El niño lo contaba con una mezcla de orgullo y resentimiento. Tan temprana educación patriótica, con el tiempo, me ha hecho pensar. Entiendo ahora mejor algo que, para ser iberista, uno debe aceptar: ni un solo portugués deja de sentirse profunda y orgullosamente portugués. Es algo que, por desgracia, no podemos decir de la mayoría de españoles respecto a nuestra nación. Ellos, es cierto, no han tenido ninguna leyenda negra que combatir. Pero aquí no sólo la asumimos, sino que la aumentamos, dada nuestra propensión a la hipérbole cuando se trata de criticar lo propio.

Luego vino Unamuno, Pessoa, Eugénio de Andrade, Saramago... Es escandalosa la ignorancia que los españoles tenemos de la literatura portuguesa, cuando ya Cervantes nos habló en el Quijote de unas mozas de Sayago que recitaban a Camoens... ¡en portugués! (digo de paso que a estas pastoras, cantando y recitando a la vera del río, en una fiesta campestre, difícilmente las podemos imaginar por tierras manchegas, y sí por tierras de la Raya y de León, donde también se ubica la primera y más importante novela pastoril, «Los siete libros de Diana», escrita por un portugués, Jorge de Montemayor o de Metemor-o-Velho).

No puedo dejar de lado otro elemento de mi aprendizaje iberista que tiene que ver con el acercamiento al mundo judío sefardí, tan ligado a Portugal. Varios años he acudido como ponente al Congreso Internacional sobre el legado judío en Zamora, organizado por Jesús Jambrina, Anun Barriuso y José Manuel Laureiro, que han estrechado lazos muy importantes entre los pueblos de la Raya al ir descubriendo la presencia judía que todavía pervive en esas apartadas tierras. La huella de Sefarad es algo que debería incorporar cualquier proyecto iberista, como lo es el de la Plataforma por la Federación Ibérica, a cuya presentación en Madrid acudí el pasado sábado.

Es admirable el proyecto que defiende esta Plataforma, impulsada por Pablo Castro, que propone llegar a constituir una Federación o Confederación entre Portugal y España, algo que va más allá de estrechar lazos culturales. Coincide en esto con el Partido Ibérico creado por Casimiro Sánchez, que acaba de proponer 101 medidas concretas para hacer realidad ese acercamiento. No puedo por menos que alegrarme de estas iniciativas y desear que avancen hasta impulsar un movimiento que haga posible una verdadera Unión Ibérica.

Como uno de los impulsores del partido Centro Izquierda de España (dCIDE), creo también en la necesidad de ir hacia esa integración, propósito que quedó expresado de este modo entre sus objetivos: «Frente a los intentos de disolución de España como nación y como Estado democrático, dCIDE se declara abiertamente partidario de estrechar los lazos culturales, sociales y políticos con Portugal, tanto por razones históricas y geográficas, como de interés económico y estratégico común. Creemos en las enormes ventajas de caminar hacia una integración de la Península Ibérica a todos los niveles que respete la mutua soberanía y potencie todas nuestras posibilidades de desarrollo y colaboración. Es necesario estimular los sentimientos de igualdad, fraternidad y respeto que ya existen entre nosotros, españoles y portugueses, dejando de lado cualquier actitud de superioridad, ignorancia o insolidaridad. Es contradictorio mirar hacia Europa mientras damos la espalda a Portugal. Todas nuestras propuestas y programas de actuación tendrán en cuenta este decidido propósito de construir una Unión Ibérica integradora».

No puedo menos que recordar, para acabar, el impacto que en los de mi generación dejó la Revolución de los Claveles. Estuve en Lisboa al poco de triunfar esa «revolución» que coincidió con los estertores del franquismo. Todavía resuena en mis oídos el ‘Grândola, Vila Morena’ de Zeca Alfonso, uno de los cantos más bellos y emotivos que conozco. Sí, hay muchas razones para unir España y Portugal, unión que ha de ser política, pero mucho más.
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