Silencio con flores

02/11/2022
 Actualizado a 02/11/2022
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Las tumbas están preñadas de todos los recuerdos vivos. Los niños solo recuerdan a los abuelos; los ancianos tienen allí guardado el libro del mundo y el de la historia, el de su propia historia. Un libro que cuesta mucho trabajo abrir porque el triste final de los que allí están borra las páginas que fueron felices porque no existen los finales felices para la vida, por más que nos queramos engañar.

Por eso casi nadie se acerca días tras días hasta la verja del cementerio donde están los suyos, como si temieran escuchar los gritos de su silencio, la llamada de quien ya no habla.

Ahí está la magia del primero de noviembre. Acompañado y arropado por los vecinos, protegido por una flor o un ramo de ellas, los que durante el año han evitado este viaje se acercan hasta la tumba, limpian las palabras, pasan la mano sobre los nombres y las fechas mientras van leyendo en voz baja y recordando a cada uno de ellos, dibujándoles otra vez la cara que ya se ha borrado.

Se quedan allí, a su lado, posan una flores y cada pétalo es el marcapáginas de una vida, de muchos recuerdos, de tantas ausencias.

Tal vez por ello se llenan los cementerios. Tal vez por ello se agotan las flores que son los marcapáginas de las vidas. Tal vez por ello resiste con salud la vieja tradición mientras otras se rinden al golpeo de las olas que traen modas de los mares lejanos, de las civilizaciones extrañas, de las costumbres ajenas.

En el cementerio al que tuve el valor de acudir arropado por tantos que aprovechaban la misma ola, no faltaban flores en ninguna de las lápidas, en ninguno de los nombres, en ninguna de las páginas, en ninguno de los libros cerrados. Y nos fuimos todos. Se hizo el silencio.
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