Relatos: Samira

Relato incluido en el libro ‘Y nos dieron las doce. Antología de relatos navideños’ del proyecto cultural ‘Contamos La Navidad’

Lidia Fos y Manuel Cuenya
27/12/2020
 Actualizado a 27/12/2020
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Una noche más, alrededor del fuego sagrado de una hoguera, contempló la inmensa belleza de un cielo estrellado. Y la contempló en silencio, con aquellos sus ojos de ternura, que parecieran acariciarlo.

Las noches en el desierto, en compañía de los hombres y las mujeres de azul, eran mágicas, con esa magia que se desprende de la cercanía de sus gentes y ese aroma a arena y serenidad que a Samira tanto le entusiasmaba.

El desierto era su gran revelación. Su amor. Y allí se sentía como alguien que se hubiera criado en medio de las dunas, que se coloreaban con el pincel rojo de la pasión a la caída del sol, y los dromedarios, a los que se trepaba con la destreza de una amazona.

Es como si en otra vida hubiera vivido en el Sahara, tan cautivador y a la vez tan diferente a su tierra de origen. Allí había encontrado su lugar en el mundo, se decía, y no estaba dispuesta a cambiarlo por ningún otro. Allí había encontrado asimismo su calor afectivo, al lado de los tuaregs, que la trataban con delicadeza y cariño.

Aquella era una noche especial, incluso más que otras, porque en su tierra natal se celebraba la Nochebuena. Entonces, se tumbó sobre la arena, que aún conservaba una agradable temperatura, y se dispuso a contemplar el firmamento con tal éxtasis que tuvo la impresión de religarse a través del espacio y el tiempo con su familia. Fijó su mirada en una estrella que brillaba con más intensidad que de costumbre. Y comprendió que aquella era la misma que cada año ella colocaba en el Belén, aquella que había guiado a los Reyes Magos de Oriente para encontrar al Salvador, la misma que a ella la había guiado para encontrar su hogar. Es como si aquella estrella le sonriera y ella le devolviera la sonrisa con naturalidad, con entrega. Imaginaba a sus padres y a sus hermanos alrededor de una mesa repleta de viandas y botellas de cava, charlando y riendo de un modo animado. Y en ese preciso instante su mirada se tornó nostálgica, devolviéndola de inmediato a su infancia, a una época feliz, en la que disfrutaba montando un Nacimiento, que ella misma se encargaba de decorar con musgo, algunas ramas y algunos otros elementos ornamentales.

En su particular Belén colocaba con esmero cada figura, desde la Virgen María y San José hasta el niño Jesús, en el que centraba toda su atención, tal vez porque, ya siendo una cría, se sentía maternal.

En alguna ocasión recurría a la ayuda de sus hermanos, que se encargaban de los animales, tan importantes, habida cuenta de que eran quienes calentaban al recién nacido.
Sus dos hermanos gemelos, algo mayores de edad que ella, se las ingeniaban para que el Arcángel San Gabriel simulara flotar en el aire. Y que el río de aluminio tuviera vida propia con sus pescadores y sus lavanderas.

Ella y sus hermanos Josué y Jair colocaban los pastores con sus rebaños y a los Reyes Magos de Oriente subidos en sus camellos.

Siendo una niña fabulaba con la idea de viajar a algún lugar en que aquel Nacimiento se convirtiera en un Belén viviente.

Samira, que tenía una imaginación desbordante, se veía viajando en compañía de los Reyes Magos cruzando el desierto hasta llegar a la gran Jerusalén, donde quizá se alojaría en el castillo del rey Herodes, a la vez que disfrutaría de manjares exquisitos y bellas bailarinas de la corte en una danza llena de sensualidad. Era capaz de imaginar ese mundo fantástico entre dunas y oasis de ensueño. Y, con el transcurrir de los años, deseó que su sueño de infancia se hiciera realidad.

Allí se hallaba, tumbada boca arriba, contemplando el firmamento tachonado de estrellas, que hasta pareciera que podía tocarlas con sus manos.

Como aquel niño Jesús, que ella colocara con mimo en su Nacimiento de infancia, también ella había nacido a una nueva vida: la vida en el desierto. No en vano, había preparado durante años su viaje, su gran viaje. Y se sentía fascinada en aquella tierra, que sentía suya, porque había encontrado un sosiego del que no quería desprenderse.

Se había preparado tan a fondo que, en pocos meses, ya hablaba con fluidez la lengua berebere. Y conocía como nadie los hábitos y la cultura de los nómadas, en los que percibía calidez humana y ese sentido de la libertad que le resultaban apasionantes. Su atracción por aquellas gentes del desierto era tan fuerte que disfrutaba de cada momento, de una vida sustentada en el vagamundeo y en el aquí y el ahora.

Después de algún tiempo conviviendo con los bereberes, se sentía cautivada por su modo de ser, por su forma de vida.

Aquella Nochebuena en el desierto estaba siendo memorable. Los recuerdos se agolpaban en su cabeza. Y sentía un placer inmenso. A su lado, alrededor de la hoguera, dos jóvenes y apuestos tuaregs, de tez tostada y ojos azules del color de un mar en calma, comenzaron a tocar sus tambores, que a la risueña Samira le erizaron la piel. Es como si sintiera un latido universal, un corazón acompasado que despertara su vocación musical. Aquellos chicos, de amplia y jovial sonrisa, le estaban obsequiando a Samira con uno de los mejores aguinaldos de su vida.

La noche, que para ella era una Nochebuena, avanzaba rítmica y melodiosa al compás de los tambores en torno a aquella hoguera regeneradora.

Entre risas y cánticos, despidieron la velada degustando unas patatas asadas al amor de aquel fuego sagrado y purificador.

Samira había encontrado la felicidad bajo un cielo que a ella se le antojaba protector, cálido en afectos, dulce en sensaciones.

A la mañana siguiente, con los primeros rayos del sol la nómada chica de Poniente se durmió feliz, satisfecha con su vida.


Relato incluido en el libro ‘Y nos dieron las doce. Antología de relatos navideños’ del proyecto cultural ‘Contamos La Navidad’.
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