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Política de carreteras

05/01/2020
 Actualizado a 05/01/2020
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Los dos viven en el pueblo desde hace ya tanto que han perdido la conciencia de que existan otros lugares, de haber estado en sitios distintos a los que recorren cada día, festivo o diario, a la caída de la tarde. Desde que los años pudieron con ellos ese paseo se ha convertido en la única novedad de una jornada idéntica a la otra, transcurridas en la postración de la cama o el embotamiento de la estufa y la televisión, ambas prendidas para nada. Ya se han entregado.

Cuando el sol avanza hacia su ruina cotidiana, algún vecino o familiar los lleva a pasear, ambos en silla de ruedas, uno de ellos casi inmóvil por completo. Siguen la misma ruta y confluyen en el mismo punto, a veces en el mismo momento sin haberse puesto de acuerdo. Antaño recorrían las calles del pueblo, siempre iguales, estrechas, solas; no tan sucias como abandonadas. Visitaban una y otra vez el escenario de una vaga congoja que les hacía desear el regreso a casa.

Hace unos años, cuando todo el mundo hablaba de una crisis que a ellos no les importaba, un plan del gobierno comenzó una carretera nueva entre el pueblo y otro cercano con el que no existía comunicación. Los dineros faltaron pronto y las máquinas se fueron sin aviso previo un día tal como hoy, dejando la carretera a medio hacer, apenas un par de kilómetros de pista asfaltada. Desde entonces es allí por donde los pasean a ambos, adentrándose en los horizontes que tanto aman, entre el monte y los sembrados, llegando a recorrer algunos metros en una espesura que les permite vislumbrar, en el mejor de los casos, algún animal: un zorro, una perdiz, un jabalí.

Hoy, como las vacaciones de navidad aún lo permiten, son varios los parientes que los acompañan. La comitiva parlotea en voz alta sin respeto a la quietud animada del campo, mientras ellos auscultan el silencio. Discuten sobre la inutilidad de la inversión desperdiciada en esta carretera, en este asfalto entre árboles que acaba de repente sin llegar a ninguna parte. Censuran que operaciones como esa sean solo intentos absurdos por redimir las tierras despobladas del interior, que ahora llaman España vacía o vaciada, tanto da. Qué vergüenza.

Mientras tanto ellos, los dos ancianos, recuerdan cuando no se llevaban entre sí, cuando la vecindad había despertado en ellos rencillas insalvables que hoy se han disuelto como un terrón en medio de un torrente. Ahora, sin embargo, suelen sonreír a la vez. Ambos agradecen en lo más hondo a quien trazó la carretera por medio de esas arboledas y campos tan queridos. Pero sobre todo agradecen las circunstancias y casualidades que llevaron a dejarla inacabada para que pudieran pasear por ella y recuperar lo único que les vuelve jóvenes y felices una vez más. Regalarles una pista que les permite alcanzar el lugar al que quieren llegar: a nadie se le hubiera ocurrido hacerlo. Salvo quizás, piensan, a los Reyes Magos.
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