31/01/2021
 Actualizado a 31/01/2021
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Aseguran los cronistas más benignos del reino que los abusos en el proceso de vacunación son una nueva expresión de la típica picaresca española. No es verdad. Nuestros pícaros y pícaras, aquellos antihéroes que inauguraron la novela moderna, eran pobres de solemnidad, truhanes o vagos, pero no unos miserables morales. Al contrario, ese tipo de miseria habitaba en sus amos. Esta sí es una distinción importante, también de clase, que se ha extendido hasta nuestros días con desvergüenza, tal y como se demuestra precisamente en esas formas de abuso y en otras corrupciones. Son, en suma, comportamientos propios de caciques, aspecto en el que, curiosamente, sí se coincide con el retrato que la novela picaresca, en particular el Lazarillo, hace de la España del siglo XVI y del comportamiento antisocial de los órganos rectores de la sociedad. En eso no hemos evolucionado gran cosa. De hecho, aquel imperio de Carlos I era «un gigante con pies de barro», como lo calificaba Max Aub: piénsese, por ejemplo, que de cinco millones de habitantes 150.000 eran vagabundos. ¿Qué dice sobre la pobreza severa de la España de la enfermedad el último informe de Intermón Oxfam?

Tengo para mí que los buenos de Lázaro de Tormes, Guzmán de Alfarache, Justina, Don Pablos, Marcos de Obregón, Trapaza o la hija de la Celestina ni siquiera hubieran llegado a vacunarse. No por ser negacionistas ni trumpistas ni fans de Bunbury, sino porque seguramente hubieran sido de los primeros en caer. Ni oportunidad habrían tenido para colarse en una residencia de personas mayores, en un ayuntamiento, en un obispado o en la cúpula del ejército. Su vida era muy otra, pues, siéndoles la fortuna adversa, se conformaban con salir a buen puerto «con fuerza y maña» y, como mucho, convertirse en pregonero de vinos. Por lo tanto, no se les hace ningún favor equiparándolos a quienes hoy balbucean excusas pueriles para justificar su egoísmo ancestral y sus alcaldadas. Ni para figurantes de aquellas novelas valdrían.
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