18/04/2018
 Actualizado a 18/09/2019
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Existe algo a lo que podríamos llamar «estado de ánimo político». Es un sentimiento, individual y colectivo, que, a partir del presente, adelanta cómo podría ser el futuro (no confundir con la «opinión pública»). Una especie de «percepción anticipadora». Cuanto más oscuro el presente, más inquietante el futuro. Cualquiera que analice sin prejuicios la realidad política de los últimos años, entenderá a quienes nos proclamamos «alarmistas» del presente y «pesimistas» del futuro. No sé cuántos –de esto nunca se ocupará el CIS–, pero pongamos que somos, a ojo de regular cubero, un tercio de la población. En millones podríamos superar al número de parados y pensionistas, lo que no quiere decir que todos los parados y pensionistas sean alarmistas y pesimistas.

No existe correlación entre la situación económica individual y el estado de ánimo político, pero pongamos que es más fácil convencer a quien vive económicamente agobiado que a uno que chapotee en la abundancia, que nuestro presente-futuro justifica el alarmismo pesimista o viceversa. Entra aquí una variable, la «educación sentimental» del ciudadano, que debería propiciar esa madurez política que consiste en ajustar el estado de ánimo a la percepción de la realidad, venciendo la tendencia a acomodar el ojo a lo que dicta la ideología, la conveniencia, el partido o el clero de turno. Quiero decir que así, sin prédicas ni acomodos, lo normal sería sentirse alarmado y pesimista ante el presente y el futuro de nuestra nación.

No voy a hacer una lista de síntomas inequívocos de cómo vamos avanzando hacia el precipicio. Tener que describirlos, cuando están a la luz de todos, es el peor síntoma (la luz también puede cegar). Freud describió el mecanismo de la negación, que podríamos aplicar a los que hoy se autoprotegen negando, unos los hechos, otros su gravedad. Sabemos que se niega lo que se teme y se reprime lo que se desea. El pueblo español tiene su memoria inconsciente, donde se acumulan temores negados y deseos reprimidos. Lo nuevo de hoy es que esos miedos y deseos empiezan a salir a la luz, ya no funcionan los mecanismos habituales de negación y represión.

Mi posición es la del que, frente a quienes niegan esos miedos y deseos, quiere encararlos con lucidez, valentía y templanza de ánimo. Frente al adanismo rousseauniano, que niega la existencia del mal y los malos, la «suspensión del juicio» a la espera de que sean los hechos quienes aclaren intenciones y propósitos; frente a los pacifistas y apaciguadores que huyen del conflicto o niegan su existencia, la templanza que controla la embestida esperada; frente a la cobardía o pusilanimidad de los negacionistas, el reconocimiento del peligro y el riesgo de la pasividad; ante el acomodo oportunista, la despreocupación del indiferente o la reserva del conformista, el pesimismo activo.

Ser un pesimista activo significa que, para combatir el mal, lo primero es ponerle nombre e identificar a sus autores; que, para evitar una catástrofe, hay que reconocer las fuerzas que la empujan; que, para confiar en la eficacia de una acción, vencer a un enemigo o superar un obstáculo, hay que aceptar que todo es posible, incluso lo peor. Porque ser un pesimista activo no es ser derrotista o determinista, sino saber que el miedo y la conciencia del peligro son los resortes últimos de una sociedad cuando algo amenaza su propia destrucción.

Son principios elementales que nunca tendrán en cuenta quienes niegan, por ejemplo, que nuestro Estado es débil, que su unidad y poder se está desmoronando, que el plurisecesionismo es ya un hecho real; que tenemos una derecha ciega, oportunista y corrupta a la que España como nación le importa una higa, cuyos intereses se mezclan viscosamente con los de las élites nacionalistas y de ahí su incapacidad para combatirlas; que la izquierda actual es obtusamente antiespañola, que no defiende la unidad y la igualdad entre todos los españoles, garantía de nuestros derechos.

Torpes y miserables quienes no se dan cuenta de que, ante todo esto, la sociedad está empezando a tomar conciencia del peligro, de la «vuelta de lo reprimido», de miedos atávicos que creía conjurados, de injusticias y atropellos intolerables, como la exclusión del español en la enseñanza, la administración y el acceso al trabajo; o el estar pagando a una policía sediciosa y golpista como los Mozos de Escuadra, TV3 y toda la estructura separatista; o el haber creado ese monstruo de 17 cabezas que vive a costa de destruir el Estado, trocear la nación, inventar identidades y alimentar a una casta política parásita y corrupta; o el permitir la existencia de partidos cuyo fin es la destrucción del propio Estado democrático, algo inconcebible en cualquier otro país de Europa.

¡Pesimistas activos, uníos!

¡Ha llegado nuestra hora!
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