23/07/2016
 Actualizado a 17/09/2019
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También a mí me dan miedo las estrellas y todas esas cosas que no se abarcan o no se acaban nunca». El Camino es uno de mis libros favoritos. Cada verano, a la orilla del río Órbigo, en el puente Paulón, repaso la historia del Mochuelo, un joven resignado a dejar su pueblo, su casa, su familia. La mirada tierna de Delibes hacia el mundo rural me traslada a un remanso de paz en las tardes calurosas y me arropa cuando cae el sol.

El placer de contemplar las estrellas en el pueblo es uno de los mayores tesoros del verano y el lujo de perder el tiempo su mayor virtud. Las vacaciones están para volver a todo eso.

Volver a pasar tiempo con la familia, volver a tumbarse boca arriba para contemplar las estrellas -y los ovnis-, volver a nadar en el río. Pero hay vueltas que no son tan agradables como el reencuentro incómodo con el bañador o con las picaduras de los mosquitos.

Nadie dijo que volver fuera fácil y yo, como Gardel, «tengo miedo del encuentro con el pasado que vuelve a enfrentarse con mi vida».

La tienda del barrio, la de toda la vida, a la que iba a comprar jamón y chorizo con mi abuela está este año cerrada. Los dueños se han ido porque decían que ya era imposible mantenerla abierta, que aquí ya no queda nadie más que en verano cuando vuelven los asturianos y porque la gente ya no compra jamones como antes.

La tienda no es la única. Mientras sostengo con las dos manos y apoyado en las rodillas el libro de Delibes pienso en qué habrá sido de aquellos veranos en los que discutíamos si había pasado una estrella fugaz o si algún ‘terraterrestre’ estaría vigilando desde arriba. Qué miedo que se agoten las estrellas y qué suerte poder volver y comprobar que no se acaban nunca.
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