Vivir demasiado

La vida es la invención más cruel del universo. Porque la vida «no es solo existir»,que dijo Gregorio Marañón, es «saber gozar y sufrir y no dormir sin soñar». Sin embargo hay personas que se empeñan en vivir más de lo que pueden soportar y por eso la vida acaba arrollándoles sin piedad. Aunque intenten negárnoslo, este paso efímero por la existencia tiene sus reglas bien marcadas y cae toda la ferocidad de la naturaleza sobre quienes osen no respetarlas. No hay opción. Hay que arriesgar con la osadía justa, experimentar con la pólvora exacta, dejarse llevar el tiempo preciso (un segundo más puede ser definitivo) y nunca olvidar que la mayor fortaleza del ser humano surge de ser consciente de su fragilidad. Quien se atreva al desafío está perdido. No hay libertad cuando se trata de conservar la respiración o el latido.

Escribió Oscar Wilde aquello de que «a veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante». Y a veces sucede también al revés, y es posible determinar el instante que desmoronó una vida sin remedio. Esa fatalidad o casualidad que trastoca los planes de tal manera que resquebraja la ilusión en pedazos pequeños como esquirlas punzantes y la razón comienza a desenredarse en mechones descoloridos con los que tropezar a diario. Pensaba todo esto en el silencio espeso de una última despedida. Mientras la polea mecánica bajaba a ese oscuro cielo de cemento y antepasados a mi primo. Al primo que jamás entendió que la vida iba en serio. O quizá lo comprendió demasiado pronto y decidió empacharse dando todas las batallas que los demás rehusamos. La suya fue una revolución unipersonal y valiente. Una revuelta incomprendida que sabía condenada a ese fracaso frío y esa soledad ausente que fueron sus únicos compañeros de desventuras en los últimos años. Empezó luchando contra el mundo y acabó luchando contra sí mismo. Murió casi joven y casi feliz. Descansa en paz Chema.