Ver salir el sol por todo lo alto

Es tiempo de ir al río, no al monte, ni a los puertos. Hágame el favor –o haga lo que le dé la gana–, aventurero lector, de no molestar a las vacas ni a las yeguas que campan a sus anchas por las buhardillas de este planeta, déjelas que anden en pelotas por sus dominios como le gustaría a usted andar por los suyos para escapar de este pegajoso calor. Ya se sabe en León: O invierno o infierno.

La primavera y el otoño son las estaciones de acudir a los pinares, a los robledales, a las colladas y a las cimas. Y si puede ser de noche, como subí yo con mi amigo Tito al Polvoreda después de una calentada tras un filandón moderno –con chetos y calimocho– en Matallana. Me embaucaron con historias del Valle del Marqués y la Cueva del Moruquín y cuando dimos cuenta estábamos el compañero y yo pertrechados de linterna, cayado y dos paquetes de galletas del príncipe para hacer cumbre y ver la puesta de sol desde la cima. No llegamos. Muy lejos fuímos, que nos dimos la vuelta en Rodillazo con la promesa de culminar la expedición en julio, no en marzo, y con todo seco y no con nieve por la rodilla. Ahora, la caminata nocturna con la luna reverberando en la caliza de las hoces no se paga con nada de este mundo.

Cumplimos la promesa y en julio nos apeamos del tren en Matallana, donde Chus ya nos miró raro cuando le contamos lo que pretendíamos. Nos aprovisionamos de más galletas en la tienda y una señora ya nos dijo que «qué valientes» éramos, que es como las señoras de toda la vida dicen que eres bobo de baba y en tu casa no lo saben. Descansamos un poco y a la anochecida, con toda la seguridad, subimos para el Correcillas, parando a descansar en el hotel este de los pobres que llaman de un millón de estrellas, pero todas a millones de años luz. Tras consesuar con los mastines que guardaban el ganado la ruta más adecuada para hacer cima, llegamos al hito y vimos salir el sol como nunca más, me temo, lo volveré a ver.Por todo lo alto.