En un repertorio de tópicos Venecia personifica el triunfo de la puesta en escena. Todo en ella es fachada y panorámica; fachadas y panorámicas deslumbrantes, con siglos de experiencia. Como en toda escenografía, detrás o en el detalle anidan los desconchones, el salitre, la inmundicia, la fetidez, la ruina. La decrepitud mantiene su encanto si se observa con distancia, desde fuera, ocasional y forasteramente. Porque Venecia es la ciudad del forastero por antonomasia. Antes que Venecia desaparecerán los venecianos.
Como tal escenario ha servido para la boda de uno de los nuevos señores del mundo y una presentadora neumática con su séquito de apariencias y vanidades tal como antes hacía con las ceremonias del dogo de la Serenísima y sus pomposos consejeros: tan versada es en mascaradas. El tiempo no ha cambiado en absoluto esa ocupación, solo ha hecho que su decadencia se convierta en una seña de identidad aristocrática. Venecia se hunde, pero lo hace a un tempo mayestático y el acqua alta ha adquirido la gracia folclórica de los tablones elevados y las botas de pescar. Incluso el proyecto Moisés que cerrará la laguna a las mareas bravas no deja de ser una fastuosa (y carísima) farsa cuando todo el mundo sabe que la ciudad naufraga a causa del trasiego de buques de gran calado, acarreen turistas a San Marcos o porquerías al puerto de Marghera.
Venecia vive desde siempre instalada en la pirotecnia de la invención, engañándose a sí misma y al visitante porque fue concebida para ello. Su poderío marítimo y comercial se fundamentó en una disposición a las apariencias que apabullaba y seducía al extranjero con despliegues inauditos de protocolo y tramoya. Su existencia se ha desarrollado bajo ese principio: convertir un cañaveral cenagoso en un lugar habitable a base de amontonar cabañas y, después, palacios sobre troncos de árbol para acabar levantando la maravilla urbana que sigue asombrando al orbe.
La metáfora veneciana compendia el turismo de masas: una fastuosa plaza abarrotada rodeada de callejas desiertas, un río humano sobre los cuatro puentes que cruzan el canal grande y un silencio sepulcral en los campos callados donde Visconti acaba de retirar su cámara.
La ciudad se disfraza de esa contradicción sin vacilación o vergüenza. Aunque más allá de salones, balconadas y embarcaciones, su patrimonio más importante y la máscara que la distingue es la luz.
Una luminosidad refinada y lánguida cuya indulgencia madura en la combinación de aguas fatigadas, sol mediterráneo y estucos pulverizados. Lo sabían Ticiano, Vivaldi, Canaletto o Peggy Guggenheim. Lo sabe cualquiera, incluso quienes no han estado allí y, por encima de todo, desean asistir al melodrama de su agonía.