30/01/2017
 Actualizado a 16/09/2019
Guardar
Ya comentamos aquí que la elección de un tipo tan irresponsable como Donald Trump (lo había demostrado con creces en la campaña, y también antes) no podía traer nada bueno, ni para sus compatriotas ni para el resto del mundo. Pero lo que no pensábamos, o nos resistíamos a pensar, es que esas muestras de irresponsabilidad y estulticia se acumularan hasta el hartazgo en apenas siete días de presidencia. La verdad, cuando un necio coge una linde es muy difícil que la abandone. Ya lo decían en mi pueblo. La semana que nos acaba de dar el individuo, sobre todo por la gran repercusión mediática que tiene cualquiera de sus movimientos, produce vergüenza ajena, y arroja al territorio de la ignominia y del desprestigio a su propio país, lo cual me parece algo intolerable. Menudo negocio han hecho los que se han tragado su charlatanería barata. Se veía el tamaño del desastre, era más que evidente. La estupidez brotaba por las esquinas, cada día se escuchaba un majadería superior a la del día anterior, pero algunos están dispuestos a preferir a alguien así dirigiendo los destinos de un país (¡Estados Unidos, nada menos!), con tal de hacerle una peineta al sistema. Ríame yo y húndase el mundo. Ese parece el mensaje. Una peineta al sistema que es, como casi todo, falsa, inventada, tramposa. Trump no es un antisistema, como aseguran algunos, sino que es sistema puro y duro: pero, a lo que se ve, aún más autoritario, mendaz y desbocado. El tiempo de la mentira (o de la posverdad) se abre camino a toda velocidad, empujado por un uso abiertamente perturbador e interesado de las nuevas tecnologías, y no extraña que George Orwell vuelva a estar de moda en todo el mundo. Esto empieza a parecerse, a las primeras de cambio, a lo que Orwell contaba en ‘1984’, aunque él estuviera pensando, en aquel momento histórico, en otra cosa. La era Trump suena a Gran Hermano, y a Newspeak, el lenguaje que pretende imponer su verdad única y destruir a los medios de comunicación, sobre todo si le resultan incómodos. Vamos hacia una realidad oficial que no puede discutirse sin sufrir las consecuencias (y ya ha habido amenazas propias de matones a la hora del recreo), lo que implica (un engaño más) convencer a la gente de que los medios distorsionan siempre la verdad, porque la verdad, oh sí, sólo puede manar pura y virginal del sacrosanto poder político y del líder de turno. Aviados vamos.

Pero lo más surrealista de todo es la velocidad que Trump le ha puesto a sus primeras decisiones, como si pretendiese agotar en esta semana de locura todo su programa (o lo que sea), como si quisiera dar una lección de pragmatismo y mano dura a todos los que le han ridiculizado tantas veces. Y cuanto antes, mejor. Ya hemos comentado aquí lo que creen algunos de los que han estado cerca de él a lo largo de su vida, y que han contado con detalle en entrevistas y documentales bien conocidos (como el imprescindible ‘Hillary vs Trump’, de Kirk, del que ya hablamos hace días). Parece que Trump lleva mal ser tomado a chufla (y claro, diciendo lo que dice, y cómo lo dice, le habrán tomado a chufla muchas veces), así que ahora, con la vara del poder en la mano, esa cosa tan adictiva y tan erótica, va a demostrar de lo que es capaz a todos esos que lo veían como el típico arribista hortera. Supongo que de ahí viene su pasión por el decreto y la norma ejecutiva. Ahí están esas imágenes con las que nos saludaba cada día, pluma en mano, leyendo ufano ante cámaras y micrófonos un par de líneas (tampoco más) de lo que acababa de firmar. Para que nos fuéramos enterando, o sea. La imagen viva del poder. El ansia viva. Y tanto ha sido así que en estos siete días de gloria y frenesí Trump ha batido el récord de decretos, lo cual, cuando menos, le podría llevar al libro Guinness, que no es mal sitio para ser recordado. No han faltado los aduladores (nunca faltan), y algún que otro analista más bien superficial, que han visto en Trump a un tipo valiente y machote, que cumple con sus promesas electorales, no en los primeros meses, sino al minuto siguiente de tomar posesión. Olé sus huevos, parecen decir. ¡Pobres ilusos aquellos que creíamos que no cumpliría nada de lo que había repetido mil veces en sus discursos de charlatán de feria! Ilusos sí, porque no reparamos que cuando hay poco discernimiento, y cierta dosis de revancha, suele prevalecer aquello de mantenella y no enmendalla. Algún correligionario ha intentado disuadirle de tomar alguna de sus peregrinas medidas, pero, por supuesto, ha sido una tarea en balde. Como decía Calderón, y después Alberti, el estupor es general: «era tonto, y lo que he visto me ha hecho dos tontos».

En esta vertiginosa semana de despropósitos, Trump no ha estado tan solo como pudiera parecer. Es verdad que el descontento y la división de la sociedad estadounidense es ahora mismo considerable, pero muchos (supongo que los que le votaron, aunque intuyo que ya no todos) parecen encantados de esta especie de castigo a todo lo que se mueve, esta revisión general, enloquecida y muy autoritaria, de los equilibrios conocidos. No creo que nadie merezca el sufrimiento y el caos que pueda provocar alguien que se comporta como un completo mentecato. Lamentablemente, en Europa ha encontrado Trump algunas almas gemelas: nunca falta un gato para lamer el plato. Este es el gran peligro al que se enfrenta Europa, particularmente al que se enfrenta la Unión, acuciada también por otros dislates políticos, como el ‘Brexit’. La alarma generada por la disparatada actuación del magnate, en tan solo siete días desesperados, ha llevado a Francia a pedir una respuesta contundente. Así debe ser. Europa no puede renunciar a su papel en las sociedades modernas y a la defensa de la democracia y la libertad. Si las decisiones proteccionistas de Trump van a suponer una oportunidad colosal para China en el terreno comercial, como tendremos ocasión de ver, también pueden suponer una oportunidad para demostrar la falacia de aquellos que pretenden romper Europa. Está en los ciudadanos, en las calles, la única posibilidad de revertirlo: es el pueblo contra las élites indocumentadas, contra la anticultura, contra la ignorancia ahíta de poder, contra el matonismo, contra el desprestigio del conocimiento. Es el pueblo contra el sistema falsario que pretende sustituir, por supuesto con más sistema y más autoritarismo, al propio sistema que critica. Es el pueblo contra los salvapatrias que actúan bajo la única y peligrosa premisa del premio y del castigo. Es un reto tan formidable como urgente. El último decreto de Trump, el que ponía fin a esta semana infernal, ha supuesto el cierre de las fronteras para varios países, incluyendo a los refugiados, y también a personas que poseen tarjeta de residencia. Si el muro con México es un dislate de proporciones épicas, el endurecimiento brutal de las políticas de inmigración socava la tradición histórica de los Estados Unidos, además de poner en peligro a familias y personas individuales. Intolerable. Y le ha faltado tiempo a Farage para pedir las mismas medidas para el Reino Unido. En fin, si han decidido despeñarse, ellos sabrán. Pero no creo que los demás tengamos que seguirlos al suicidio colectivo. Y menos aún, a la iniquidad. Por eso es un momento decisivo para Europa. Las manifestaciones en las calles de Estados Unidos (y, este viernes, en los principales aeropuertos) señalan, tan sólo una semana después, el enorme crecimiento del descontento de la población y el despertar de las asociaciones de derechos civiles. Este es el camino. De Blasio ha garantizado que Nueva York seguirá siendo una ciudad refugio, y eso le carga de dignidad. Y así, otras ciudades americanas, de larga tradición hospitalaria y solidaria. Estados Unidos no es Donald Trump. Está muy lejos de serlo. No podemos permitir que nos engañen, que nos arrebaten la libertad, la diversidad, el conocimiento, la libre expresión. Que envenenen el alma de Europa. No y mil veces no. Con una semana de oprobio ha sido suficiente.
Lo más leído