Cinco años han pasado desde la mayor crisis sanitaria de nuestra historia reciente. Una pesadilla vivida más propia de una película hollywoodense sobre la extinción de la especie humana que de la realidad que puso en serio riesgo de desaparición la única forma de vida que conocemos. Si tuviera que resumir la gran amalgama de sentimientos de aquellos días de rabia, enfado, tristeza, incertidumbre, miedo, desconcierto, sin duda me quedaría con la sensación de vulnerabilidad extrema.
El hombre, la mujer, el ser humano todopoderoso, el mundo que hace girar el dinero, como cantaba la gran Liza Minnelli, en jaque por un microorganismo. Lejos de teorías conspiranoicas que hacen las delicias de tertulianos de ocasión, la realidad es que existen artículos científicos previos que advierten del peligro de las enfermedades emergentes causadas por múltiples factores entre los que destacan el cambio climático, la movilidad de personas y animales sin el necesario control y los nuevos hábitos de comportamiento, gastronómicos y migratorios. El mundo en el que vivimos se caracteriza en estos temas, y en otros similares, por no hacer caso de advertencias por muy avaladas que estén por la comunidad científica internacional, hasta que los efectos son inevitables, y para muestra el cambio climático, con consecuencias que la mayor parte de la población desconoce y a pesar de llevar muchos años en las tareas pendientes de los gobiernos, cada vez es más complicado el compromiso de los mismos para salvaguardar nuestra salud y seguridad y la de nuestro planeta, de hecho retrocedemos y tenemos partidos políticos con responsabilidades en las administraciones que niegan la agenda 2030 como si fuera ‘El Capital’ de Marx, sin más sentido ni explicación que el populismo barato que se vende tan fácilmente de saldo actualmente en el mercado de desinformación.
De esta, vamos a salir mejores, decíamos hace cinco años. La adversidad, el miedo, la incertidumbre, la enfermedad y la muerte une a los seres humanos por instinto de supervivencia. Valoramos, vitoreamos y aplaudimos a la sanidad pública y a sus profesionales que se jugaron la vida por salvar las nuestras y nos indignábamos porque los presupuestos en investigación, desarrollo e innovación, que nos trajeron la contención de la enfermedad, no fueran más altos y porque los científicos y científicas, frecuentemente víctimas de la precariedad laboral, no tuvieran una valoración al menos similar a la de un banquero que tiene la habilidad de forrar a unos pocos a costa de muchos. Íbamos a salir mejores, y como el amor que es eterno mientras dura, los buenos propósitos se evaporaron al calor de la sociedad de consumo, competitiva e individualista que nos asola.
Es cierto que a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor de lo que realmente fue, como dijo el poeta, pero esto llega al límite del reseteo cerebral. Ni administraciones, ni ciudadanos, entre los que han descendido alarmantemente la vacunación contra la Covid, incomprensiblemente desde mi punto de vista, parecen haber entendido nada. La administración competente en este caso, nuestro «modelo de éxito» de Comunidad Autónoma, sigue sin comprender que la única manera de reducir y racionalizar los costes de la sanidad asistencial es invertir en salud pública y medidas preventivas que solo se pueden instaurar de manera eficaz si se dispone de una red de vigilancia epidemiológica que suponga la integración de diferentes disciplinas científicas para comprender y combatir las causas de las enfermedades comunitarias, a pesar de anunciar la aplicación en todas las políticas del área el concepto ‘One Health’, que implica la estrecha relación entre la salud humana, la sanidad animal y la defensa del medio ambiente, no se ha llevado a cabo ni una sola actuación. Han sido los propios veterinarios, a través de su organización colegial, quienes crearon de forma voluntaria una red de vigilancia epidemiológica para conocer la evolución y el grado de propagación de la Covid-19 en los animales, así como de otras enfermedades zoonóticas. Las vacunas, no solamente nos protegen de la enfermedad, también restringen la movilidad del virus. No vacunarse por miedo a una una leve reacción vacunal y porque afortunadamente en personas sanas la infección no cursa habitualmente con gravedad es poco inteligente y muy insolidario.
No seré yo quien juzgue si somos mejores o peores desde la pandemia, sería suficiente con aprender algo de lo vivido porque como dice el dicho, los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla.