El otro día me llegó al WhatsApp un vídeo navideño de esos con los que la generación de mis padres hacen las delicias en el que un presunto Papá Noel leonesista, a título personal, te echaba la bronca porque decía haberte visto dando tumbos por Valladolid. Mea culpa. La pasada semana, con alevosía y habiéndome asegurado de que la Nochebuena y el rastro de San Nicolás ya habían quedado atrás, fui a pasar una tarde a la tierra pucelana. Quizá si mi viaje llega a adelantarse unos días antes no sé si los renos se hubiesen posado en mi tejado.
Además de las luces navideñas estivales, uno se recreaba con los avances urbanísticos vallisoletanos. La cuna de Delibes parecía una especie de pequeño Madrid, como así murmuraba el séquito que paseábamos por sus calles, una urbe con todas las comodidades propias de una gran ciudad pero sin el bullicio y la gente que hay en la Gran Vía madrileña. Es lo que tiene haber sido dopada por las diferentes administraciones mientras dejas que el resto de las provincias se vacíen, que se genera una región de varias velocidades en la que un núcleo termina absorbiendo todo a su paso; si tienes menos cestas en las que repartir uno termina acaparando todas las nueces del árbol.
Cuando en otros lugares como Alicante se quejan de la supuesta marginalidad que sufre su territorio con respecto a Valencia, siempre les sugiero que se consuelen echando un vistazo al agravio al que Castilla somete a León. Somos el ejemplo por antonomasia de los desequilibrios de un sistema autonómico que focaliza su atracción en las capitales dejando en el olvido al resto de la región.