Se acercan fechas en las que creyentes, agnósticos y ateos suelen reunirse y firmar una tregua. La mayoría de los ciudadanos celebramos la Navidad de alguna forma, ni el más «grinch» se escapa de algún bocado de turrón, una o dos copitas, su beso bajo el muérdago.
Quienes organizan estas reuniones ya habrán empezado a estudiar las propuestas de los centros de alimentación pensando en cómo sorprender a sus comensales a un coste razonable. Escuchando a los encargados y encargadas de las cocinas, la verdad es que este diciembre pintan bastos. Muchas familias tendrán que hacer verdaderos malabares para terminar el año con alegría, a no ser que la lleven puesta de serie.
La inflación en España ha llegado a unos límites insuperables. La cesta de la compra nos deja temblando, muchos alimentos de primera necesidad han sufrido en los últimos tres años subidas de hasta un 70%. Los huevos, la carne, el pescado, la fruta, el aceite. Esta Nochebuena, por ejemplo, una tortilla de patatas es casi un artículo de lujo. ¿Y en este marco podemos afirmar que la economía española va como un cohete? ¿Para quienes? Será para los privilegiados de siempre, para esa casta de políticos que cobran sobresueldos, viajan en coches de lujo, tienen dietas generosas y cestas bajo el timbre por doquier.
Soy muy crítica con Sánchez y su Gobierno y es verdad que ya no confío en él, pero tampoco me ilusionan las alternativas que se ofrecen como "el cambio".
Si queremos que las cosas mejoren de verdad habría que cambiar el sistema. Desobedecerles hasta que se vayan. Lo sé, ahora mismo es inviable, una utopía, como aquella isla con la que soñaba Tomás Moro. Un lugar ideal en el que la corrupción no fuera posible, la crispación y la polarización hubiesen muerto y nuestros gobernantes, variados y de todo origen ideológico, buscasen el bien común. Hoy no será. Mañana tampoco, pero en unos años es muy probable que las nuevas generaciones hayan despertado.