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La universidad española: cifras, bulos y medias verdades

18/09/2023
 Actualizado a 18/09/2023
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El inicio del curso en la universidad española vuelve a traer a la primera línea de la actualidad los problemas habituales de la institución. Pero, a menudo, las críticas a la universidad, relacionadas, por ejemplo, con su posición en los rankings globales más conocidos, no tienen demasiado en cuenta la financiación, los recursos, las trabas burocráticas, la fuga de talento, y otros muchos inconvenientes que, sin duda, lastran la misión y el buen gobierno. 

Como sucede con otros muchos aspectos de la actualidad contemporánea, hay un exceso de bulos respecto al funcionamiento de nuestro sistema universitario y una falta, en cambio, de análisis certero y riguroso de los datos disponibles. Se impone, por tanto, una mirada más compleja y una observación más exacta de lo que significa la universidad como institución educativa y científica en la sociedad actual, de lo que aporta al desarrollo y a la riqueza de un país.

En muchas ocasiones se vierten opiniones que proceden de una tradición escéptica y peyorativa hacia los estamentos científicos, alimentadas en parte por corrientes radicalmente contrarias a lo que llaman ‘elites intelectuales’, como las que ha engordado el populismo trumpista en los Estados Unidos. El elogio de la ignorancia y la calificación de la ciencia como una especie de ‘elitismo social’ resultan altamente dañinos para el desarrollo de cualquier país y, lo que es peor, suelen perjudicar a los sectores más vulnerables económicamente. Porque los ricos, de una u otra manera, aun sin el soporte de la educación pública, las becas y las tasas moderadas, siempre podrán estudiar. Pero otros muchos se quedarían fuera de la educación superior.

Se han escuchado argumentos muy interesantes sobre la financiación de las universidades españolas en el campus organizado recientemente por la CRUE y el Ministerio de Universidades. Mientras se demanda con toda justicia un aumento de calidad de nuestro Sistema Universitario Español (SUE), por otra parte dispar, una mejora en el posicionamiento en los mencionados rankings (cuya naturaleza merecería, por cierto, un análisis aparte), o una mayor aportación al desarrollo y a la innovación, no parece haber tanta conciencia en torno a las dificultades presupuestarias que muchas universidades han de afrontar, lastradas de manera notable en los últimos años. Ni se valora a menudo la importancia que la institución tiene para aumentar la formación de los ciudadanos, no sólo de los jóvenes, como suele creerse, sino a lo largo de toda la vida (en ello insiste de manera especial la nueva ley). 

Los críticos con lo más obvio, el posicionamiento a la baja del último año en rankings como el de Shanghái, o cosas similares, no parecen percatarse de las razones que de verdad lo explican. O no quieren hacerlo. Y obvian, además, los muchos aspectos, más allá de la investigación, que convierten a la universidad en la institución que marca el futuro de un país. Sin educación de calidad, sin formación, sin innovación, sin desarrollo cultural, un país se devalúa y se empobrece sin remedio. Pierde competitividad, pierde talento. Decepciona las expectativas de sus ciudadanos. Por eso invertir en educación y cultura, en modernidad, en suma, es decisivo. En la última década aproximadamente, los fondos públicos en nuestro sistema universitario disminuyeron un 20 por ciento, lo que da idea del deterioro creciente. Las comparaciones con otros países pueden resultar aún más sangrantes. No es posible esperar grandes resultados desde las limitaciones económicas. 

Entre las críticas más recurrentes a nuestro sistema universitario, en particular al catálogo de titulaciones, está la de la falta de adecuación de los titulados o egresados a las crecientes demandas del mercado. Nadie duda que existan disfunciones, a pesar de los esfuerzos por incluir nuevos títulos relacionados, por ejemplo, con sectores pujantes y de futuro, como la astronáutica o la inteligencia artificial. Pero resulta discutible, cuando menos, considerar que la misión fundamental, o incluso única, de la universidad consiste en producir titulados para los empleos más demandados del momento, sin tener en cuenta otros muchos aspectos inherentes al verdadero espíritu de la educación superior (hoy quizás algo olvidado).

Bien está cubrir la demanda del mercado, claro es, pero no se trata solamente de eso. Una vez más, hay que tener cuidado con la simplificación, el gran mal de nuestro tiempo. La universidad es responsable de una formación superior que puede encauzarse de maneras muy diversas, en función del contexto laboral, desde luego, mediante la preparación de futuros profesionales, de acuerdo, a través de los contactos con la empresa (que son mejorables) … Pero no sólo. La universidad es una herramienta de crecimiento para la sociedad. Ha de serlo. Crea valor añadido, crea redes globales para promover la investigación en campos diversos, busca el avance y el progreso… 

La tenacidad de los que no cejan en el empeño de restar importancia a la investigación y la cultura parece a veces infinita. Mientras hay sectores que gozan de un apoyo creciente y de la fascinación juvenil, sobre todo los que reciben mucha atención mediática o venden el enriquecimiento rápido, la universidad bracea en medio de la infradotación económica y las críticas a su desarrollo. Casi desde siempre se ha puesto en cuestión la proliferación de universidades (hablo de las públicas, porque las privadas son otro cantar), como si su existencia fuera dañina y hubiera que limitar su expansión de manera drástica. Una vez más, los bulos y las falacias hacen su trabajo. 

En un informe de la CRUE con perspectiva 2030, José Antonio Pérez señala: «El SUE no está sobredimensionado: tiene menos universidades por habitante que la mayoría de los sistemas universitarios internacionales de calidad, capta, para cursar estudios universitarios, una proporción de la población de 18 a 30 años similar a la de los referidos sistemas y sus egresados nutren un déficit de educación universitaria que todavía persiste en la población activa española respecto a la de los países avanzados». 

No tenemos, en efecto, un exceso de titulados, ni de universidades, sino, más bien, un déficit. Un país no se debilita nunca por el crecimiento de titulados superiores, pero si lo hace cuando no se premia el esfuerzo ni se paga adecuadamente el talento. Habría que hacérselo mirar, porque son muchos los alumnos formados aquí que triunfan en otras partes. Y, a pesar de los nuevos planes, resulta difícil lograr que vuelvan, con nuestras condiciones. 

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