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Una campaña emocional y ruidosa

17/07/2023
 Actualizado a 17/07/2023
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El ‘cara a cara’ entre Sánchez y Feijóo, o entre Feijóo y Sánchez, ha coleado durante muchos días. Ha nutrido numerosos titulares. Ha alimentado esperanzas y quizás también decepciones, pero los especialistas avisan de que un debate es un debate, como una rosa es una rosa, y, aunque tenga influencia (y una audiencia inferior a otros debates anteriores, conviene decirlo), no hay victoria que se pueda fraguar exclusivamente en un evento así, y menos a tantos días de distancia de la jornada electoral del 23-J.

Con todo, es cierto que el encuentro (o encontronazo) entre los dos líderes sorprendió. Muchos se preguntaron si Sánchez lo había preparado adecuadamente, o si, aun preparándolo, la estrategia fue la más adecuada. Al terminar, casi todos concluyeron que Feijóo había optado por una presión alta, dicho sea en términos futbolísticos, que le había funcionado, o, al menos, le había permitido llevar la iniciativa de principio a fin. Con lo que las respuestas de Sánchez se vieron a menudo oscurecidas, envueltas en el mucho ruido, y todo derivó en un intercambio de poca sustancia, subrayando quizás eso que luego los medios han considerado la base del entrenamiento de MAR al líder de la derecha, o eso fue lo que se dijo en las horas postreras: «lo que más importa es cómo se dicen las cosas, no las cosas que se dicen».

Es fácil concluir que Sánchez pareció atropellado y sorprendido por el desarrollo de los acontecimientos. Luego, cuando entraron en juego los analistas y los verificadores de datos, esa nueva forma del periodismo, la impresión ya fue un poco diferente, y ahí el presidente salió mejor parado. Pero es cierto, a qué negarlo, que, si la primera impresión es la que queda, Sánchez ha tenido apariciones televisivas más felices: sin ir más lejos, en algunas de las entrevistas que últimamente ha venido concediendo.

Esta campaña ha sido, está siendo, fieramente mediática. A pesar de que no se han celebrado los debates que Sánchez quería, con Feijóo al otro lado de la mesa, y que tal vez le habrían ofrecido la oportunidad de resarcirse del primer encuentro y, sobre todo, de cambiar de estrategia, lo cierto es que los ciudadanos se han encontrado con mucho ruido y pocas nueces, con mucha palabrería y muchas frases de cartón piedra, construidas en los avezados talleres de diseño propagandístico de los partidos, pero con poca atención a los problemas transversales, a los grandes asuntos de este tiempo difícil. La campaña se ha gripado (o embarrado, como algunos campos de juego, dicen otros), y eso suele favorecer al que tiene mejores perspectivas según las encuestas. Al que va por delante en el marcador. Puede ser que, en muchos tramos de este partido, si me permiten otro símil futbolístico, siempre tan socorrido, no se haya jugado a casi nada, aunque algunos lo hayan intentado.

En efecto, la campaña ha estado invadida por ciertos mantras, eslóganes, frases de laboratorio y palabras clave que, lo saben bien los especialistas, mueven emocionalmente a los votantes. La política emocional nos ha invadido hace tiempo. Con la preeminencia de las pantallas y de las redes sociales, los impactos puntuales que apelan a las emociones, al sentimiento primario y poco analítico, se abren camino cada vez más en las contiendas electorales. Lejos de promoverse el espíritu crítico profundo, la visión poliédrica, se opta por el maniqueísmo y la simplicidad de argumentos, dirigidos, a poder ser, no tanto a la razón como a las pasiones.
Los ciudadanos no deberían comprar argumentos simplistas. Dan una medida imprecisa y sesgada. Las cosas no son blancas o negras, aunque nos resulte más cómodo que nos las presenten así. Hay que descender a los matices, abandonar toda superficialidad y toda pasión desmedida en los razonamientos. Dejarse dominar por expresiones con gran carga mediática, que apelan a nuestras reacciones viscerales, es un grave error. Pero es verdad que estamos siendo educados, o abducidos, y quizás el exceso de pantallas tenga bastante culpa, por esta filosofía atolondrada y peligrosa. Es fácil, además, sembrar el descrédito, la desafección, la incertidumbre y alimentar la decepción de muchos. Ahora que se habla de las debilidades de las democracias, y de ellas hemos hablado aquí, sin duda hay que preocuparse por las tendencias deslegitimadoras que, desde una mirada superficial, descreen del alma proteica de las sociedades.

La campaña electoral, que finalizará en pocos días, ha encallado a menudo. Se ha estancado en unos cuantos asuntos muy concretos, en particular aquellos que podían generar un algo grado de polémica y polarización. Y, por tanto, una respuesta emocional. Una vez más, el relato de la propia política, su propia dialéctica interna y las acusaciones entre los líderes, se ha impuesto sobre el relato ciudadano. Muchos temas transversales han quedado arrinconados porque, quizás, no había en ellos suficiente carga mediática, o no eran capaces de levantar suficientes nubes de tormenta.

Estamos acostumbrados a estas nuevas estrategias. Provienen de la publicidad, de las teorías de comunicación, y se aprovechan de las tormentosas redes sociales. Fueron generadas desde diversas tendencias del populismo, y llegaron a Europa, sobre todo desde Estados Unidos. La banalización de la cultura está en la raíz de muchos de estos planteamientos. Se instigó el odio hacia lo elaborado, considerando que las elites intelectuales se habían apropiado de los discursos dejando de lado a una gran parte de la sociedad. Abominar de la cultura y de la intelectualidad no parece el mejor camino para ganar el futuro, pero sí puede serlo para hacerse con una parte del electorado que se considera en los márgenes, o invisible para el poder.

Europa, afortunadamente, no ha sucumbido a los cantos de sirena que han viajado desde otras latitudes. Quizás las muchas capas de historia y de cultura nos salven de un exceso de simplificaciones. Quizás todavía creemos en la ciencia, en la innovación y en la cultura como motores de los pueblos. Pero de la cultura se habla poco, y cada vez más, para ponerla en entredicho. Hemos viajado desde la cancelación y la nueva moral puritana ante las manifestaciones artísticas hasta otras formas de censura y de limitación de las libertades. No parecía posible que esto pudiera ocurrir en el siglo XXI. Y si ocurre, quizás deberíamos hacérnoslo mirar. La campaña electoral alcanza ya los últimos días, y apenas se ha hablado de las consecuencias del cambio climático, sin duda el problema global más acuciante, el primero de todos. El ruido nos aturde. El fulgor de las pantallas, también. Mal asunto.
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