09/04/2023
 Actualizado a 09/04/2023
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El pasado dos de abril, como cada año, se celebró el Día Mundial de Conmemoraciones sobre el Autismo. He aquí un relato de rendido homenaje a mi hijo autista y a todos los que en este mundo son.

Érase una vez, en la antigua Grecia, la aventura de Albertos, un niño autista que vivía ajeno a este mundo, como hechizado por una fuerza misteriosa. La afasia era la demostración más evidente de su personalidad introvertida. Aunque entendía parte de lo que oía, a la hora de expresarse lo hacía mediante gestos o monosílabos. No obstaba su vivir ensimismado para ver a Albertos enormemente feliz, aunque lo fuese como único superviviente en una fortaleza abandonada. La música era la única nota que le ligaba a la realidad. Su melomanía discurría al margen de los vicios, defectos y calamidades terrenales, crueldades y sufrimientos. Cualquier antojo le era inmediatamente satisfecho. Creía que los barcos anclados en el puerto de El Pireo eran suyos. Se sentía un gran señor al que todos sonreían y respetaban. Nada perturbaba su felicidad.

Paulo, su único hermano, que le adoraba y oficiaba en el comercio por el Egeo, se empeñó en sacarlo de aquel absoluto enajenamiento. Los padres de ambos habían perecido víctimas de la devastadora peste del 429 a. C. Para despejar la nebulosa mente de Albertos, Paulo decidió llevarlo a consulta de los hombres más doctos. Primero al célebre Galeno de Pérgamo, luego a Antínoco de Beocia y a Mirtilo de Tracia. Sus diagnósticos coincidían respecto al lunático Albertos en que sólo curaría cuando el hombre pusiese los pies en la Luna y desvelase el enigma que iluminaba las noches, levantaba el aullido de los lobos e impulsaba el ascenso y descenso del agua de los mares. Descartada esa posibilidad, Paulo decidió visitar al insigne botánico Dioscórides de Cilicia, del que se decía poseer remedios milagrosos. Estas hierbas –apuntó el herbario– han de ser suministradas con sumo cuidado, pues una menor dosis las haría inocuas y su abuso podría ocasionar incurable e irracional verborrea. Poco a poco, Albertos fue recuperando la normalidad. A ello contribuyó la labor del logopeda Dalmacio de Queronea. Gracias a él, Albertos acabó articulando adecuadamente el lenguaje y entrado en un mundo armonizado musicalmente con su Flauta de Pan. Merced a las hierbas salutíferas, Albertos consiguió la plena capacidad intelectual, social y lingüística, entrando en otro mundo hasta entonces desconocido; pero, también, en el campo de las injusticias y desigualdades, abusos y desengaños, hipocresía y corrupción, miseria y sufrimiento, ansia y avaricia, los horrores de la guerra y el pánico a la muerte, fenómenos hasta entonces desconocidos. Y dejó de sentir la mirada amable y compadecida de la mayoría de sus vecinos. Y hubo de trabajar para ganarse la vida. Y los barcos dejaron de ser suyos...

Absolutamente infeliz, Albertos entró en una profunda melancolía. Agradeció a Paulo su empeño fraternal y le pidió, envuelto en lágrimas, por todos los dioses y diosas del Olimpo, que hiciese lo imposible por devolverle al mundo donde había sido libre y dichoso, retornando a su antigua fortaleza tras la experiencia vivida en este real mundo infecto y trastornado. Pero sin otro remedio que le permitiese retornar a su feudo feliz abandonado –y ya, sin Paulo, desaparecido en un naufragio–, Albertos cogió su Flauta de Pan y se dirigió a la playa. Mientras tocaba el ‘Epitafio de Orfeo’, acompañado por el sonido melodioso y monocorde de las olas, fue hundiéndose lentamente en las aguas del Egeo a reunirse con su hermano.
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