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Un montón de espejos rotos

30/05/2019
 Actualizado a 18/09/2019
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No conozco nada más cruel que la memoria. Siempre huidiza, traicionera y endeble. Ni siquiera el paso del tiempo que agrieta y desgasta es tan vil como ese misterioso cajón que nos cuenta a su antojo lo que fuimos. Decía Gabriel García Márquez que la memoria del corazón «elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio, logramos sobrevivir». Pero dudo que haya memoria en el corazón cuando nos castiga con la dureza insensible del olvido. Aunque sí es cierto que somos más olvido que memoria, y quizá tan solo eso nos permita seguir vivos allá cuando los años aplasten y los cuerpos se encojan como anticipando la última llamada de la tierra.

Nunca tuve buena memoria, mejor dicho nunca tuve mucha, ya que he dejado de creer en su bondad. Pero si hubiera de agarrarme a una reflexión sería aquella de Antonio Machado que sentenciaba que «de toda memoria, solo vale el don preclaro de evocar los sueños». En los años de instituto, y gracias sobre todo a la inspiración de dos de los muchos profesores que escuché desde uno de aquellos pupitres entre verde y crema que no sé si siguen habitando las aulas, empecé a soñar con escribir cosas que leyeran otros. A ese recuerdo futuro lo acabé llamando periodismo y desde entonces ando haciendo memoria para algún día poder nombrarlo también literatura. Una de las responsables de aquel don fue una mujer vivaz y enjuta. De facciones duras, carácter fuerte y de indumentaria tan correcta como despreocupada. Se movía veloz por toda clase con un verbo incansable que acompañaba con enfáticos gestos capaces de transformar las facciones cada pocas frases. Me dio clases de literatura y de teatro. Me enseño literatura y me descubrió el teatro. En aquel aula fui por primera y única vez Hamlet. Ella era un caos ordenado, un universo propio en constante mutación y de sus monólogos entre timbre y timbre también aprendimos lecciones para la vida. Nosotros con nuestros fugaces dramas de adolescentes y ella que nos contaba la verdadera ferocidad de la existencia cuando decide maltratarte.

Hace unos días volví a verla, más de dos décadas después. Estaba acompañaba por un hombre y formaba parte del público de un acto que yo presentaba. Me paró a la entrada. Cruzamos dos frases de cortesía y seguí al interior del local. No la reconocí, pero se me clavó aquella decepción en la mirada. Avanzada la tarde volví a acercarme a aquella pareja. Con orgullo me recordó que había sido profesora mía y, con la ayuda de un amigo de la época, acabé encajando las piezas. Era aquella enamorada de las palabras que nos contagió su locura. Ya no era enjuta, ni despeinada, ni descuidada. Era una anciana más a que le había pasado el tiempo y el Alzheimer. Sin embargo, nos reconocía. Lo contaba su acompañante como un auténtico triunfo contra la desolación de esa enfermedad monstruosa que por desgracia conozco de sobra. Sonrió un momento aunque en el fondo de la mirada quedaban restos de decepción.

Ella, amarrada a un destello en mitad de la tormenta. Y fui yo el que pisoteó su pequeño logro ante la más virulenta batalla. Maldita memoria caprichosa, capaz de desmoronar el mundo amontonando los recuerdos a su antojo en un puzzle sin sentido. Pobres de nosotros si solo nos queda la memoria, este «montón de espejos rotos» que apuntaría Jorge Luis Borges. Yo que debo recordarla ahora, la olvidé. No existe una memoria sana. Lo siento.
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