Aunque aún sea junio, empiezan los domingos de julio, ese pleonasmo, con la tradicional serie veraniega. La estarían esperando. O no. Este año se dedica a retratar esa ruina bíblica contemporánea, fuente de toda insatisfacción y cabreo para propios y extraños: el turismo. Nos regalaron los oídos con sus bondades y redenciones, usamos y abusamos de su práctica convencidos de sus ventajas y algunos hicieron hueco en los bolsillos para los generosos caudales que habrían de desembocar allí, pero, estirada la goma y desencajonadas tantas ansias pandémicas, la gente está hasta el moño. Y con razón. El turismo es invento del maligno.
Se veía venir. Antaño, cuando se inventó el turismo moderno, era cosa de gente con dinero (sigue siéndolo), con títulos de nobleza y bienes raíces, con preferencia británicos. Viajaban perdonando la vida y sus miserias a tierras mediterráneas, en especial a aquellas guarnecidas de copiosas ruinas entre la maleza y los grillos. Comienzos proféticos. Vendrían luego más naciones, más contingentes y más actividades a completar el repertorio de viajes vacacionales, que se extendió a la clase trabajadora cuando esta conquistó espacios de ocio en que invertir, si había, parte de su salario. En el momento en que ese ocio se convirtió en pingüe negocio, hoy día fundamento de economías enteras, la cosa se agravó. Este país, sin ir lejos, recibe más del doble de su población en visitantes, que es como recibir en casa a la familia numerosa de tu cuñado todos los fines de semana y en verano. También nosotros salimos por ahí de pingo, eso sí. De tal ‘invasión’ nadie se quejaba, pero todo cambia y a lo mejor nos hemos saturado con esto de los cuñados. Por no mencionar lo que manchamos. El planeta, digo.
Viajar no cura prejuicios ni hace más culto. Esa publicidad era engañosa, de gente que ya era culta y desprejuiciada antes de salir. Si aun así usted desea vacacionar lejos pero sentirse ‘como en casa’ (nótese la incongruencia) es muy posible que comience por buscar un turoperador. Antes eran gente solícita de carne y hueso ubicada en establecimientos con puerta y ventanas. Ahora se han convertido en ventanas virtuales, webs de cómodo manejo pero mucho más cargantes: las personas llamaban en horas de oficina pero las máquinas mandan correos, sms y demás estocadas sonoras bed time para avisar de que ese hotel que buscaste para agosto en Asturias sigue disponible en noviembre. Y para ese festival que tu sobrina adolescente consultó en tu móvil por casualidad te preguntan si quieres entradas. Dieciocho veces.
Turoperadores de todo el orbe se reúnen en Madrid en una feria como la de Sevilla: montan casetas de colorines, dan embutido y licores, bailan, cantan y reparten abrazos y apretones de manos. Lo hacen en febrero para no coincidir con nada. Si alguien quiere viajar y no sabe dónde, va a Fitur y decide no salir de casa nunca más en la vida.