De los cientos, quizás miles, de fotografías del funeral y el entierro del Papa que han pasado estos días ante nuestros ojos, ninguna como esa de Zelenski y Trump, sentados frente a frente, en actitud de confesión. La muerte de un Papa, a qué dudarlo, es un evento planetario (esto de usar la palaba evento siempre descorazona un poco), es un escaparate, un despliegue, una gran manifestación del poder y… sí, de la gloria. Pero, finalmente, estamos ante el entierro de un hombre, muy popular, desde luego, revolucionario dijeron algunos (y otros que más bien amagó, sin decidirse del todo). Con su oposición interna, como sucede en cualquier gobierno, y con sus enemigos: porque, seamos sinceros, este Papa ha tenido muchos enemigos (lo cual podría indicarnos que algo bueno habrá hecho).
Francisco se va amado por los desfavorecidos y por las periferias del mundo, leo en los periódicos y escucho en las televisiones. Los medios conciben su despedida, claro, como un gran asunto mundial, con su enorme fuerza comunicativa, con su estética solemne, también, insuperable. Y como una metáfora del oleaje del poder, que se da cita a los pies de ese ataúd sencillo, que por lo visto el mismo Papa solicitó, esa acumulación de poder que aterriza desde todas partes, desde todas las regiones, desde, incluso, todas las religiones. La muerte de un Papa hace que el mundo pase por Roma, y no hay ningún otro acontecimiento que pueda compararse. Allí estaba el poder, y también el poder vaticano, que no es moco de pavo.
Ha sido el tiempo del luto y de las condolencias, el reconocimiento a esos esfuerzos papales en torno a algunos asuntos de nuestro tiempo, y hemos asistido a un repaso de su figura, como suele ser, incluyendo sus pasiones futbolísticas. El día en que murió el Papa tenía yo un encuentro con Juan Manuel de Prada, que sabe de asuntos religiosos, a propósito de la publicación del segundo volumen de ‘Mil ojos esconde la noche’, titulado ‘Cárcel de tinieblas’, y editado por Espasa. Que aprovecho para decir, ya que estamos aquí, que se trata de una obra monumental y no sólo por el número de páginas. Ese París de la ocupación, con tantos españoles (intelectuales exiliados o de izquierdas, quiero decir, pero no sólo) está magníficamente contado por De Prada, que, sospecho, podría haber escrito tranquilamente mil o dos mil páginas más. Los dos volúmenes de la novela merecen mucha la pena, y les mantendrán informados de las catas del autor en los archivos franceses, que fueron muchas y muy minuciosas. Viene a llamar a todo esto un viaje hacia las tinieblas de una ciudad que siempre hemos considerado una ciudad de luz. Pero eran, claro, tiempos tenebrosos.
Como el Papa acababa de morir, hablamos de ello. Y De Prada me dijo que le parecía que había sido un hombre con muy buenas intenciones, pero con no tantas realizaciones. Para añadir que estas cosas, es decir, cambiar una institución de larga tradición, necesariamente conservadora, no era asunto tan sencillo. Reconoció, sí, su impulso a favor de los marginados y su visión humilde de la iglesia. En fin, eso fue lo que me dijo.
No pude resistirme a preguntarle, con el Papa recién fallecido (hablé con De Prada como tres horas después), si concebía o imaginaba cómo sería el siguiente, pues lo consideraba bien informado en estos menesteres. Me contestó que no tenía ni repajolera idea, porque, añadió, «todos los papas son muy, muy diferentes», y ello a pesar de que mucha gente piensa que, Francisco aparte, o incluso Francisco incluido, la mayoría se ha parecido en lo fundamental, y no pocas veces en lo accesorio. Los cardenales, que han dado más entrevistas que nunca, incluyendo la televisión y programas de todo jaez, o casi, aseguraban que, aunque un Papa marca su impronta, eso no quiere decir que se aparte de la doctrina de la iglesia. Puede ser cierto, pero los especialistas de la cosa explican que hay una buena división entre tradicionales y reformistas, o sea, seguidores de Francisco o muy contrarios a su legado. Por eso el morbo del cónclave está servido (la película, ayuda).
Siempre ha habido esa expectación con el cónclave, que no sólo da para una magnífica película (De Prada me dijo que se disponía a verla), sino que tiene algo fundamental, desde el punto de vista de la comunicación: el suspense. Y por eso la fumata, que es un hecho analógico y algo contaminante (es broma), aunque insustituible a mi parecer. Hay símbolos y modismos que la iglesia no va a cambiar, porque, si algo funciona, y más en este tiempo de imágenes, mucho mejor no tocarlo. En las televisiones se transmitieron los funerales del Papa, inevitablemente solemnes en ese entorno, y en una ciudad como Roma (esa que Keats tanto amaba, hasta el punto de morir en ella), pero en todos los comentarios, y en las curiosas entrevistas a los purpurados, nunca faltaba la alusión al cónclave, un encierro en uno de los lugares más hermosos del mundo (más cerca de la gloria, al menos pictórica, no se puede estar), y se pedía la opinión de los cardenales implicados, muchos de los cuales, por ser nuevos, aún no se conocían lo suficiente. Pocos se mojaban, o ninguno, y se repetía esa frase demasiado gastada, en mi opinión, que dice «el que entra Papa sale cardenal». Pero que sepan que hay apuestas y porras, lo cual implica que el personal se ha informado sobre tendencias del colegio cardenalicio. No sé si será por la afición a las quinielas, o porque el morbo lo puede todo: incluso algunos veían un cisma amenazante, si las posturas se enquistaban: pero no será así. En los primeros días de mayo no se hablará de otra cosa.
Y aunque el personal está tan ocupado intentando adivinar quién será el próximo Papa (y sus ideas, claro), lo cierto es que uno de los momentos más potentes del funeral de Francisco estuvo en una de las esquinas de San Pedro, y fue capturado en una foto emblemática. En dos sillas bien forradas, pero sin exagerar, Trump y Zelenski se sentaron frente a frente, llevados por los oficios diplomáticos desplegados por Starmer y Macron, que están en todo. No se veía algo parecido desde la reinauguración de Notre Dame, lo que viene a decir que el misterio de las catedrales funciona.
El Vaticano es un centro de poder (y de gloria), nadie puede dudarlo, y en tierra sagrada se juntaron Trump y Zelenski en actitud pacífica, como si se estuvieran confesando mutuamente, perdonándose, en fin, quitando hierro a aquella encerrona terrible a la que sometieron a Zelenski en la Casa Blanca. Ojalá se haya obrado el milagro, que diría el otro. Trump se fue corriendo, sin quedarse a las conversaciones post funeral, que, al menos en los funerales que uno ha atendido, es donde se arregla de verdad el mundo.