Desde República Dominicana viajé a la ciudad de León en el 2015 para estudiar en la Universidad de León. Mientras preparaba mi viaje, muchas personas me dijeron que León era una ciudad con pocos jóvenes, esta fue mi experiencia con los adultos mayores de la ciudad de León.
En la segunda semana de septiembre la Universidad de León coordinó una actividad donde mostraba a todos los estudiantes internacionales las actividades extracurriculares que podríamos realizar durante nuestra estadía en la ciudad. Mientras mis amigos se enlistaban para jugar voleibol o lucha leonesa, yo decidí inscribirme como voluntaria en ‘Alzheimer León’. Yo no era fisioterapeuta ni médico, pero deseaba invertir mi tiempo en ayudar a los demás.
En ‘Alzheimer León’ me recibieron con receptividad. Me ocupaba de organizar cajas, distribuir el material para habilidades motoras y, a veces, leía a los adultos mayores.
Recuerdo una señora que siempre me sonreía cuando yo usaba unos aretes que tenían una rosa negra con dorado. Poco tiempo después supe que a ella le gustaban las rosas, era de las cosas que recordaba; por ello, ver mis pendientes la hacían feliz y yo siempre recordaba usarlos, por ella.
También había un señor que siempre usaba un ‘sweater’ azul oscuro, nunca supe si era su color favorito. Solía leerle y él me escuchaba con atención.
En lo simple de las aficiones y la pausa de las actividades de los adultos mayores del centro aprendí a apreciar el valor del momento y la paz que se encuentra en vivir el aquí y ahora, procurando ser amable con los demás. Y en el amor con que el personal del centro realizaba su trabajo descubrí el significado vivo de la palabra humanidad.
En mis últimos meses en León conocí a Don J. (reservo su nombre), mi amigo que llegado a su septuagésimo aniversario de vida era una biblioteca humana para mí. Nuestras conversaciones siempre incluían una cita de un escritor celebre, una historia de un viaje impresionante o una recomendación de un nuevo libro para mi lista. Era como el abuelo que todo niño soñaría tener.
En los fines de semana, cuando mis compromisos universitarios me lo permitían, solíamos ir a algún pueblo de la comunidad autónoma de Castilla y León. Porque él quería ir y yo le quería acompañar. Así descubrí cafés, edificios, iglesias y monumentos de la mano de un leonés que lo conocía todo y quería contármelo todo.
Visitamos el pueblo Posada de Valdeón y me enamoré de sus hermosas casas en piedra, sus hortensias en los balcones, las montañas grises que lo envuelven, su buen clima y de tomar un café mientras contemplaba todo.
Hicimos los 14 kilómetros de la Ruta de Cares de los Picos de Europa caminando por caminos angostos, vistas impresionantes, montañas tan altas como no te imaginas, conversaciones edificantes, calma ante el vértigo y todo sin quejas, disfrutando el presente. Y mientras avanzábamos las vistas eran cada vez más increíbles y unas fotos no eran suficientes para captarlas todas, llegado un momento nos limitamos a ver y disfrutar, en silencio. Me sentía como una niña en Disney.
Camino a la Ruta de Cares, nos detuvimos en el pueblo Riaño y recuerdo quedar atónita ante la hermosura del embalse, la belleza natural que lo recubría y la calidez que se sentía al caminar por las calles del pueblo. Don J. me contó la historia del forzoso traslado del pueblo por la construcción del embalse y la tristeza de los lugareños ante el traslado.
Una mañana fuimos a conocer la Villa Romana La Olmeda y recuerdo quedar sin palabras al encontrarme en el lugar. Era la primera vez que visitaba un centro arqueológico. La perfección del conjunto de mosaicos que pavimenta sus suelos me dejó sin palabras. Era increíble pensar que los mosaicos databan del siglo IV d.C. Mientras realizábamos el recorrido por la Villa comprendí cómo era la vida de las villas romanas en el campo y Don J. me explicaba todo lo que sabía sobre ello. Siempre sentí gratitud por su amistad y al recordar lo vivido reconozco lo afortunada que fui de conocerle.
Vienen a mi memoria las señoras que frecuentaban el Jardín de San Francisco, al cual yo acostumbraba a ir algunas tardes. Ellas se sentaban allí con sus abrigos negros y sus bufandas coloridas a contemplar en silencio la fuente que se ubica en el centro del parque y se entretenían con el sonido que producía y los niños que corrían a su alrededor.
Y los adultos mayores que se reunían en la Bolera San Francisco, a quienes solía mirar jugar entre risas, camaradería y competitividad. Cuando yo pasaba por allí ellos no notaban mi presencia, pero yo siempre admiraba como se daban cita cada tarde para disfrutar de ese milenario y entretenido juego.
Con los adultos mayores de León comprendí que la verdadera sabiduría no habita en los libros ni en las aulas, sino en las miradas serenas de quienes han vivido mucho y aún conservan el deseo de compartir y descubrir emociones. Los mayores de León me enseñaron a escuchar el silencio de las plazas, a valorar la lentitud de las tardes y a descubrir la belleza que existe en lo cotidiano. Ellos me recordaron que el tiempo no siempre envejece: a veces madura. Y que en esa madurez se esconde la esencia misma de la vida.