La tragedia en forma de ‘intento de suicidio’ se esconde detrás de un título

Belén Arén
10/08/2025
 Actualizado a 10/08/2025

La noticia sobre José María Ángel Batalla, excomisionado del Gobierno para la Dana, es una de esas que nos sacuden y nos invitan a la reflexión. Más allá de la investigación por supuestamente falsear un título universitario, y de la dimisión que le siguió, el intento de suicidio que ha trascendido nos enfrenta a la parte más amarga de la presión social y política. Afortunadamente, parece que se encuentra fuera de peligro, pero el suceso deja al descubierto una herida profunda en nuestra sociedad.

No es la primera vez que asistimos a un escándalo de este tipo. El caso de Batalla se suma a una lista de políticos que, en los últimos años, se han visto obligados a dimitir por incongruencias en sus currículums. Esto nos recuerda una época en España en la que la obsesión por poseer un título universitario era casi enfermiza. La creencia de que un papel con un sello te acreditaba por encima de cualquier otra persona, sin importar tu experiencia, tu talento o tu capacidad real, se arraigó con fuerza. Se valoraba más el «qué» que el «cómo». Si no tenías ese título, por muy capacitado que estuvieras, las puertas de ciertos puestos, especialmente en el funcionariado y en la política, se cerraban irremediablemente.

Esta presión no solo existía en el ámbito profesional, sino también en el social. La posesión de un título universitario era un símbolo de estatus, un logro familiar que se exhibía con orgullo. Era, para muchos, la única forma de escapar de un destino que se consideraba menos digno. Esta mentalidad ha perdurado en el tiempo, generando una carrera sin fin por conseguir un «papel» que, en ocasiones, poco tiene que ver con la verdadera formación y la capacitación de un individuo.

Esta obsesión por el título ha llegado a tal punto que incluso en programas de debate político, algunos tertulianos se atreven a descalificar a un oponente con la frase: «qué puedes esperar de fulanito si no tiene ningún título». Es un argumento fácil y, por desgracia, efectivo en ciertos círculos, que menosprecia por completo otras formas de conocimiento y experiencia.

Y es que la formación es importante, sin duda, pero su validez depende del entorno profesional en el que se vaya a desarrollar. Hay otras cualificaciones tan cruciales como el título universitario: la experiencia laboral, la capacidad de liderazgo, la inteligencia emocional, la capacidad de adaptación o la resolución de problemas. Estas son competencias que no siempre se aprenden en un aula universitaria, sino en la vida real.

La Formación Profesional (FP) es otro claro ejemplo de esta jerarquía errónea. Durante décadas, ha sido totalmente desprestigiada, considerada una opción de segunda para aquellos que no llegaban a la universidad. Sin embargo, en la actualidad, estamos viendo un fenómeno que desmantela por completo esta idea: un número creciente de universitarios que, tras finalizar sus estudios, complementan su formación en centros de FP para adquirir las habilidades prácticas que les demanda el mercado laboral.

Este hecho nos demuestra que algo no está funcionando bien en el sistema educativo. Se ha priorizado lo teórico sobre lo práctico, y se ha generado una falsa dicotomía entre la FP y la universidad, cuando en realidad deberían ser complementarias. Pero esta es una historia para otro artículo.

Casos como el de Batalla nos obligan a preguntarnos si la sociedad y el propio sistema han evolucionado lo suficiente. Es innegable que la honestidad es un valor fundamental, especialmente en la vida pública. Falsear un currículum es inaceptable, ya que socava la confianza en las instituciones. Sin embargo, no podemos ignorar el drama humano que se esconde detrás. La presión mediática y política puede ser brutal, y el escrutinio constante al que están sometidos los cargos públicos puede llevar a situaciones límite.

La investigación sigue su curso, y será la justicia la que determine la culpabilidad de Batalla. Pero más allá del veredicto, este caso nos recuerda que debemos poner en perspectiva la importancia que le damos a los títulos. La experiencia, la honestidad, la vocación de servicio y la capacidad real para desempeñar un cargo deberían ser los criterios principales. Es hora de dejar atrás esa obsesión por el «papel» y valorar a las personas por su valía, no por sus certificados. La vida de una persona es infinitamente más importante que cualquier título universitario.

Belén Arén es Senior Coach y presidenta de Activos y Felices

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