‘Influencers’ en la vida pública

Rubén GarcÍa Robles
29/07/2023
 Actualizado a 29/07/2023

Cada vez somos más conscientes de que algunos de quienes ocupan cargos y sillas señoriales no son los mejores de entre nosotros, porque equivocarse y pulsar la tecla del SÍ cuando tu bloque parlamentario te dice que en la votación debes pulsar NO, es signo de que te saliste del camino de la escuela, de que pones muy poco interés en lo que haces y que todo cuanto aprendiste para escalar puestos en tu partido fue para ajustarte a la definición del diccionario de la Real Academia Española que dice «persona aduladora y servil». 

La infantilización de nuestra sociedad como el resultado del bienestar –entendido en clave de proceso ad infinitum– y la ignorancia programada al servicio del interés de los mediocres –encumbrados a puestos de responsabilidad pública–, nos lleva como resultado al crecimiento de la ultraderecha en el territorio europeo. La infantilización que la ignorancia programada ha introducido en el ADN de nuestras sociedades convierte a los influencers en la mejor maquinaria para introducir hábitos, cambiar costumbres, modos, modas, modus vivendi y actitudes ante la vida que acaba por convertirse en una pasarela de posados y poses que parece no vaya a tener ni propósito ni fin. La mimesis, la imitación, es un proceso previo a la racionalización por el cual los niños y adultos infantilizados tratan de buscar la aprobación de los padres y superiores, su cariño, su sonrisa, su reconocimiento y protección. Quizás estemos en un momento en que cualquiera puede ser ‘influencer’ y ejercer mimesis, porque ha desaparecido el hombre como ser dotado de la capacidad de razonamiento, de raciocinio, de razón. Entendamos razonamiento como proceso en el que un ser humano encamina una serie de conceptos que van dirigidos a persuadir a oyentes o lectores, para lo cual deberá ordenar ideas, relacionar conocimientos y demostrar. Algo parecido a lo que trato de hacer mientras escribo y lees.

Pero en nuestros tiempos nos hemos alejado de aquellos días en que un Sócrates –previo al Banquete de Platón con postre a la cicuta–, había convertido el conocimiento en un dios que dirigía al ser humano a hacer el bien. Después el Racionalismo de Descartes desplazó a la religión, creó otra religión diferente y convirtió en diosa a la razón. Al sacralizarla  sin cuestionar sus engaños, hizo que la revolución de las luces trajera un imperio de guerras y sinrazón. Después vino la ciencia y se convirtió también en diosa de una nueva religión. El XIX fue el siglo del Positivismo y todo debía tener una explicación científica que nos ofreciera cierta seguridad con la que caminar por entre las sombras de la ciencia y su cañón. Hoy la tecnología  nos promete la felicidad y un futuro mejor a través del algoritmo y la inteligencia artificial –que necesitaría un sello que  identificara su uso y un ser humano en el proceso previo y posterior–. Al final esa búsqueda de la felicidad mediante la tecnología se limita a la compra de múltiples artilugios con los que esperamos recorrer el camino de la esperanza en una vida y un mundo mejor. 

La razón, que había sido diosa y territorio para la convivencia durante los siglos pasados, se transformó en el nuestro en instrumento para conseguir un fin, un obstáculo también que había que hacer desaparecer. Aquella razón de Unamuno enfrentada a Millán Astray en paraninfo salmantino se transformó en opinión pública y en búsqueda de agregar/congregar una mayoría, obtenida de la influencia sobre una población en la que no producir razonamientos sosegados, sino generar tan solo  opinión, favorable o al menos no desfavorable, ayudada, por supuesto, por una ignorancia programada que nos ha convertido en una sociedad infantil y dominada por la mímesis de los ‘influencers’. Puede que nuestros políticos no sean, ni más ni menos, que influencers generadores de opinión pública,  favorable o tan sólo no desfavorable, para amalgamar una mayoría capaz de encumbrarles y dejarles gobernar/disfrutar en paz. Pensemos en estos días pasados en que soltaban una boutade y se ponían a mirar cuánto subían y bajaban las encuestas. Y pensaba cuando contemplaba con asombro las campañas de Estados Unidos que aquellos presidentes de McBurguer no llegarían aquí.

Todo esto viene a cuento de tratar de explicarme a mí mismo la causa del auge del autoritarismo y del regreso de la extrema derecha al panorama y solar electoral de Europa. Y pienso... podría derivar del miedo sempiterno al uso de la razón, al miedo a  los intelectuales y a los maestros de escuela con aquel muera la inteligencia, viva la muerte, demostrando de ese modo –volvemos al paraninfo de la Usal– el desprecio a la educación en el derecho y el deber contenidos en las leyes constitucionales europeas, como regidoras del camino hacia la libertad. La reaparición de la extrema derecha en Europa podría deberse también, pienso en voz alta, al triunfo del infantilismo reduccionista que encuentra su tabla de salvación, a todos sus miedos –recordemos ‘El miedo a la libertad’ de Erich Fromm– en la costumbre, el hábito pasado, la tradición de lo que ellos decidan es cultura, en el costumbrismo atávico (cuando atavismo es la aparición en los seres vivos de caracteres de sus ascendientes más remotos), las bases sobre las que se sostiene el ultranacionalismo que deriva en la creencia, apoyada en argumentos pseudocientíficos, de que ellos nunca se mezclaron, en la fijación de que nunca hubo mestizaje, que no hubo un Mars-Tilenus (dios de la guerra para ástures romanizados), que no hubo crisol de culturas y que ellos solos saben que en su ADN se contiene la fórmula magistral y secreta –que de tan secreta ni ellos conoce– y que son alquimistas de la ‘sangre primera’ y que como hiciera Franco se rodean de nigromantes, casualmente en Salamanca, nigromantes que iban a convertir el agua en gasolina y que en realidad después resultaron ser espías de su poco graciosa y muy británica majestad. 

De ahí a pensar en la superioridad de su ser y de su naturaleza, en comparación a la naturaleza de otros, de creerse los únicos seres civilizados en la faz de su tierra, tocados de la cruz y de la espada, sólo hay un paso. Pero es un paso que otros ya dieron antes con resultados catastróficos para la realidad europea, que la Unión ha tratado de corregir y superar. La ignorancia programada, dispuesta a creer cualquier cosa donde haya un poco de consuelo, disfrazado de un poco de esperanza, está haciendo crecer –con dos páginas de un libro de historia que contiene miles, un poco de gramática parda y 100 líneas del manual de verborrea literaria– los apoyos a una ultraderecha carpetovetónica que se arrastra por Europa y que debería en primer lugar dominar su propia naturaleza, antes de pretender corregir la de otros y ser un poco más de utilidad pública, anteponer la convivencia y el interés común a sus propios y personalísimos intereses, puesto que sin saber lo que es servir a un país se sirven mucho y vilmente de todo lo que contiene el nombre de España, una realidad más compleja y de mayor riqueza de matices de la que puede entrar en una sola cabeza, en una sola idea, en una sola palabra pronunciada sin más. 

La extrema derecha camina por Europa de la mano de la infantilización y de la ignorancia programada. Y lo hace utilizando los argumentos psuedocientíficos de que el individuo, el superhombre de su raza hercúlea, es más civilizado y que eso le otorga el derecho de dominar a otros, aunque no puedan dominar ni siquiera su propia naturaleza autoritaria de puño cerrado por debajo de la mesa y mano alzada para saludar a la autoridad. Quieren rigor y mano dura en otros, para quemar como un vicioso Torquemada al desigual. Pediría a la ultraderecha más lectura, más cultura, más riqueza de matices, menos argumentos de jardín de infancia y a algunos de quienes les han dejado acercarse al poder por su mediocridad, su tendencia natural a la corrupción, su falta de compromiso con la población a la que representan, su improvisación, su falta de honradez y su falta de ganas, un poco más de legitimidad, de capacidad, de preparación y conocimiento para el ejercicio del poder, de empatía con la población y de cultura democrática, para alejar a la ultraderecha de nuestras democracias.

Las democracias representativas están en peligro como apunta John Keane en su libro ‘The Life and Death of Democracy’, pero no por ser democracias, ni por ser representativas, sino porque los que nos representan las desacreditan y dejan así de representarlas. Decía uno de los personajes en una de esas novelas en cuya escritura siempre pierdo un poco la cabeza «no hay nada como escuchar a un político para perder la fe en la democracia». Y les aseguro que no es mi intención ofender, sino generar hábitos para una mejor, más real y más duradera democracia y ser en cierto modo un influencer que anime a la lectura. Sobre la infantilización, la ignorancia programada o la instrumentalización de la razón sustituida por la opinión pública, recomendaría a Horckheimer y su Crítica de la razón instrumental. Para todo lo demás una buena biblioteca, muchos libros, muchas horas y sobre todo, mucha paciencia.

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