Un fado y un poema

01/06/2025
 Actualizado a 01/06/2025
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«En la playa hay una niña. La Niña tiene familia y la familia una casa. La casa tiene dos ventanas y una puerta… En el mar, un acorazado se divierte cazando a los que caminan por la playa: cuatro, cinco, siete, caen sobre la arena. La niña se salva por poco, gracias a una mano de niebla, una mano no divina que la ayuda. Grita: ¡Padre, padre! Levántate, regresemos. El mar no es como nosotros…». Así empieza el poema `La niña/el grito´ que Mahmud Darwish escribió en 2006, inspirado por una imagen que recorrió el mundo: la pequeña Juda Galia gritando junto al cadáver de su padre, con otros siete miembros de su familia, muertos en la playa, tras un ataque en Gaza.

Hay que arrancar así porque no podemos continuar callados, pero es muy complicado encontrar palabras para cocinar este tema, sin que resulte demasiado amargo. Mejor usar como molde el poema de Mahmud, cambiando fechas y nombres. Que sea la madrugada del lunes 26 de mayo de 2025  y quien grite sea Ward Jalal, la niña de 6 años que sobrevive a un bombardeo israelí, en el que mueren su madre y seis hermanos. Fue vista deambulando entre el humo y llamas, buscando una salida a la nada. Después, fue rescatada por esa mano de niebla del poema. Estaba bajo una losa, entre los restos calcinados de sus hermanos que, quizá, ya estén reunidos en alguna parte con los niños de otra familia asesinada un día antes, por otro misil, mientras descansaban en su tienda de campaña. 

O quizá el grito sea el de una madre, la pediatra palestina Alaa Al-Najjar, al saber que nueve de sus diez hijos habían sido asesinados por otra bola de fuego que  también fue a visitarlos a casa, porque la nueva versión es segar infancias a domicilio. En una semana en que el ejército comunicó que se habían alcanzado doscientos objetivos en 48 horas, también hubo un grito y un llanto de hombre, el representante de Palestina ante la ONU, incapaz de soportar que las llamas y el hambre maten a cara descubierta a los niños palestinos, rompió a llorar diciendo entre lágrimas «pero cómo puede alguien tolerar este horror», golpeando la mesa con el puño, porque no sabía cómo desahogar tanta impotencia. Ahora se están truncando futuros sin prejuicios ni disimulos, ni oposición alguna. Están arrancando de raíz el trigo para que no llegue a ser pan. Y están segando las flores, no vaya a llevarse el aire el polen y se extiendan por el mundo. 

Aunque el poema tenga dos décadas, no hemos cambiado de escenario. Sigue vigente aquella niña que tenía una familia y una casa con dos ventanas y una puerta y gritaba a un padre. Pero «el padre, amortajado sobre su sombra, a merced de lo invisible, no responde. Sangre en las palmeras. Sangre en las nubes… Grita, en la noche desierta. No hay eco en el eco. Convierte el grito eterno en noticia rápida. Y deja de ser noticia cuando los aviones regresan para bombardear una casa con dos ventanas y una puerta». Ya transitamos el 2025 y el poema no ha terminado. Una casa tras otra, una familia tras otra, sin apenas darles tiempo para ser noticia porque ya van camino de otra casa con dos ventanas y una puerta. 

Imposible guardar silencio como si no nos diéramos cuenta de lo que ocurre. Nos están haciendo partícipes de uno  de los momentos más infames de la historia. Lo que en otros tiempos se hacía a escondidas, hoy nos lo retrasmiten mientras comemos. Qué excusa daremos si nuestros nietos nos preguntan qué hicimos ante un genocidio. Si salimos a quejarnos. Si gritamos «basta». Si éramos suficientes. Si nos ataron los pies para estar tan quietos o nos amordazaron para no gritar como los niños de los poemas. Y ante la sensación de sentirnos cómplices solo por el hecho de callarnos, balbuceamos protestas, aun sabiendo lo poco que significan en el lenguaje de los misiles de despacho.

En una semana digna del olvido, a los vuelos infantiles provocados por el fuego aéreo, se sumaron los niños del agua, llegados de otras guerras y otras hambres. Para ellos no tengo poema, pero tengo un fado. El miércoles, 28 de mayo, un cayuco traía ciento sesenta esperanzas desde Guinea Conakry. A unos metros de la tierra prometida, con los sueños en la mano, como  único equipaje, el cayuco volcó cuando desembarcaban y de forma inexplicable, el agua se quedó con siete vidas. Cuatro mujeres, dos niñas y un adolescente. 

Esa misma tarde, Carmen Brañanova, la mujer con música en los dedos y en el alma, ofreció un repaso por la historia del fado a un público entregado. Y remató la tarde mezclando la música y las olas, con un fado de Cecilia Meireles, réquiem perfecto para los que se hicieron agua aquella misma mañana. «Puse mi sueño en un navío y el navío encima del mar. Después abrí el mar con las manos para que mi sueño naufragase… El viento va viniendo de lejos. La noche se curva de frío. Debajo del agua va muriendo mi sueño. Va muriendo dentro del navío…»

Mayo acabó con tantos juegos sin ser jugados y tantas alas y flores cortadas, que los hechos deben ser aliñados con un poema y un fado para ser contados.
 

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