De Benavides a San Petersburgo

Pablo Huerga Melcón
01/04/2023
 Actualizado a 01/04/2023
Desde niño he aprendido a distinguir los cultivos, los ritmos del trabajo del campo, he visto afanarse a los agricultores, pelearse por el agua, y conjurar cosechas impetuosas de remolachas, patatas, maíces, o lúpulo. En los montes que circundan mi pueblo, Benavides de Órbigo, allá por la Perdiguera, el Pino, las Derroñadas o la Casa del Monte, las tierras de secano han alumbrado vides, legumbres y cereales. Una graciosa etimología dice que ‘Benavides’ viene de ‘buenas vides’, aunque hoy bastantes de esas viñas se pierden entre la maleza.

Cualquiera de los caminos que salen del pueblo nos lleva a paisajes labrados por muchas generaciones de campesinos. No ha llegado aún la concentración parcelaria, pero a cambio nos queda un paisaje tradicional de gran valor ecológico, con un sistema de regueros excavados en la tierra –revisados anualmente por la ‘hacendera’– que recibe el agua de la mítica presa de la Villa, y de otros canales procedentes del Órbigo. Crecen los frutales y, si las heladas no lo impiden, a veces nos regalan con cosechas desbordantes. Y todavía quedan, ya entrados en años, verdaderos maestros en el arte de la horticultura, como mi padre. Alquimistas que saben mirar al cielo y adivinar los tiempos de la siembra y la cosecha, artistas de los injertos, artesanos de la vida, discípulos de Demeter y de san Isidro, que atesoran un saber milenario en vías de extinción: los labradores.

Recuerdo las impresionantes caravanas de camiones y tractores, con sus remolques cargados hasta los topes de remolacha, esperando pacientemente a que en la factoría de Veguellina se procesara aquella maravillosa cosecha en el azúcar que ahora algunos prefieren sustituir por raros edulcorantes. Por eso para mí el azúcar es vida y alegría, como el vino o la cerveza. Un hervidero de trabajadores de toda la ribera se afanaba en aquellos otoños oscuros y fríos para sacar adelante la producción que después se cargaba en los vagones de los trenes de mercancías que esperaban en la estación. Con la remolacha celebrábamos los niños en el pueblo fiestas curiosas. En las mismas fechas que hoy festejan Halloween nosotros vaciábamos las remolachas, les hacíamos agujeros y metíamos velas encendidas, de modo que parecían fantasmas con los que pretendíamos asustar a las chicas. Hubo un tiempo en que cada familia producía su propio vino para el año, criaba sus animales, hacía la matanza, y atesoraba los frutos nacidos de la tierra. Y comían y bebían celebrando con rigor los cambios de las estaciones, con el fervor religioso que da la incertidumbre de saberes prácticos sujetos siempre a factores inesperados.

Cada estación tenía su afán, su labor y su ritmo. ¡Dónde estarán aquellos coloridos mercados, las filas de carros inclinados en el suelo abarrotados de pimientos que la gente compraba por sacos, y que llegaron a ser objeto de postales pintorescas, a finales de septiembre, cuando ya se iba desvaneciendo de la comarca el aroma encantador del lúpulo que secaba en la factoría de Villanueva de Carrizo, y se acallaban los ecos de las orquestas de las fiestas del Cristo de la Veracruz! Todavía se celebra la Feria del Ajo en Santa Marina del Rey, ese paso del río por el que transcurría la poco conocida variante del Camino de Santiago, el camino Küning, aunque hoy se venden menos ristras de ajos y se comen menos chicharros en escabeche. Los mercados de los jueves en Benavides, y otros mercados semanales como el de Astorga, La Bañeza o Carrizo, distribuían toda aquella producción por la comarca, y gracias a la fábrica de harinas, hoy verdadero patrimonio industrial, los panaderos han hecho siempre en mi tierra el mejor pan que yo haya podido comer nunca en ninguna parte. No hay nada más sublime que sentarse a merendar un cacho de pan de hogaza con chorizo y un poco de vino de ese que vendía en garrafones mi tío Melcón, ese vino clarete, fresco y natural que alegraba el alma y hacía más llevadera la vida del trabajo.

Por eso cuando vi por primera vez, y siendo niño, aquel precioso calendario que adorna uno de los arcos del Panteón de los Reyes en la iglesia de San Isidoro en León, tuve la impresión de que mi pueblo vivía en comunión con un pasado definido desde siempre. Su mensaje, hoy quizá confuso o incluso indescifrable para muchos visitantes, era para aquellas generaciones, claro y distinto. Es el ritmo de la vida campesina que alabó Virgilio y describió con detalle el gaditano Columela y que desde entonces ha marcado el ciclo de la vida en las tierras hispanas.

Dicen algunos que nuestra patria es la infancia, y la mía es Benavides, porque también la abandoné con once años, para irme a la Universidad Laboral de Cheste. Aquellos saberes y recuerdos, la familia, los vecinos, las gentes, aquella vida que, como la de Daniel el Mochuelo que narra Delibes, podía haber sido también la mía, no lo fue. Ha sido otra, una que me ha llevado por extraños vericuetos hasta este libro que ofrezco aquí. Desde que empecé a concebirlo, hace ya más de quince años, supe que con él quería honrar la memoria de ese pequeño trozo de España en el que nací.

El libro estudia en detalle el viaje por España del genetista soviético Nicolai Vavilov, uno de los más grandes científicos del siglo XX. En el verano de 1927 recorrió el país en busca de la escanda y de otros tesoros botánicos celosamente conservados por generaciones de campesinos españoles. El viaje se enmarcaba dentro del gran proyecto de crear lo que acabaría siendo el primer museo mundial de plantas cultivadas en San Petersburgo (entones Leningrado), un proyecto que le acabaría llevando por los cinco continentes. Vavilov viajó por España acompañado, apoyado y orientado, por una impresionante red de ingenieros agrónomos, científicos, técnicos, escritores, profesores, y funcionarios, integrados en las más diversas instituciones científicas españolas de entonces, que estudiaban la mejora de los cultivos, se enfrentaban a las plagas, ideaban proyectos hidrográficos, introducían nuevos cultivos y formas de explotación agro-ganadera, etc. Su viaje es una instantánea del sobresaliente nivel científico y técnico de la Edad de Plata española, y es también una oportunidad para reivindicar el papel estructural de la ciencia y la tecnología en la España moderna.

Esta investigación me ha permitido comprender un poco mejor que aquella tradición milenaria, sin embargo, no hubiera llegado hasta nosotros de no ser por la labor generosa y abnegada de un ejército de ingenieros agrónomos, técnicos, científicos y funcionarios que a lo largo del siglo XX, y conectando con una tradición que se remonta a los tiempos de los romanos, mejoraron y orientaron con un criterio por lo general muy acertado el desarrollo de la agricultura en España. Este libro, un pequeño y curioso capítulo de esa historia milenaria de la agricultura española y rusa, quiere ser también un homenaje a la labor callada, al trabajo y al sudor de las gentes del campo.
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