Curarse en salud

Germán Carbajo García
27/09/2025
 Actualizado a 27/09/2025

Como historiador, siempre me he preguntado ¿qué pasaría si la humanidad volviera a sufrir la aparición de figuras como Hitler, Himmler o Goebbels?, ¿qué deberíamos hacer para evitar la barbarie?, ¿cómo manifestar nuestra postura sin ambages?

La tragedia actual en Gaza obliga a plantearnos esas preguntas que ponen en tela de juicio la evolución moral de nuestra sociedad. La creación del Estado de Israel se cimentó en una realidad innegable: el pueblo judío fue víctima de persecuciones en Europa y, de manera atroz, durante el Holocausto nazi de la Segunda Guerra Mundial, sin calibrar adecuadamente los derechos de quienes ya habitaban en esa tierra. Sin embargo, tras su fundación en 1948, el nuevo Estado inició un proceso de expansión marcado por una violencia sin precedentes. Con la Nakba, miles de palestinos fueron asesinados y expulsados de sus hogares, se ignoró a la comunidad internacional e incluso el mediador de Naciones Unidas, Folke Bernadotte –gran defensor del pueblo judío durante la guerra– fue asesinado por el grupo terrorista Lehi. Años más tarde, su principal líder, Yitzhak Shamir, llegaría a ser primer ministro.

Desde entonces, Israel ha acumulado un historial de incumplimientos de resoluciones de Naciones Unidas, como la partición inicial en dos Estados (181), el derecho al retorno de los refugiados (194), la retirada de los territorios ocupados en 1967 (242), la anulación de la anexión de Jerusalén Este (252, 267, 271…), y así sucesivamente. Ya entonces, ante la posibilidad de contar los sionistas –que no semitas– con el apoyo de judíos pacifistas y relevantes como Einstein, recibieron la contundente respuesta de que no quería ser asociado con grupos criminales y terroristas. No solo eso: como ha señalado Josep Borrell –y nadie lo ha desmentido–, la creación de Hamás fue alentada y financiada por el propio Gobierno de Israel en un intento de debilitar a la Autoridad Palestina liderada por Fatah, radicalizando a una parte del pueblo palestino para dividirlo y, en la práctica, condenarlo a su aniquilación. 

Hoy, las cifras estremecen: según la ONU, desde 2023 han muerto casi 70.000 personas en Gaza, entre ellas unos 20.000 niños, además de 1.600 sanitarios y 323 periodistas. Es como si desaparecieran ciudades enteras de nuestra geografía, Zamora o Ponferrada, borradas de un plumazo. A ello hay que sumar la desnutrición, la destrucción y el sufrimiento cotidiano de cientos de miles de familias.

La respuesta internacional, sin embargo, ha sido tibia. Alemania calla por miedo a ser tildada de antisemita; los países árabes permanecen, en su mayoría, en un silencio cómplice; Francia, con la mayor comunidad judía y árabe de Europa, llega tarde y mal; Reino Unido, Canadá y Australia reaccionan, aunque a deshora, condicionados por el peso de sus intereses económicos; y Estados Unidos parece haber abandonado por completo el terreno de la razón, cuando la magnitud de esta atrocidad debería estar por encima de cualquier ideología, raza, credo o estrategia.

Algunos se escandalizan por la posición de nuestro país al denunciar el blanqueamiento internacional de esta masacre. Se critican gestos ciudadanos tan sencillos como rechazar la incorporación de un equipo israelí en la Vuelta –cuando en 2022, en el caso del Gazprom-Rusvelo ruso, nadie dudó–, o no acudir a algo tan banal como Eurovisión (lo que, de paso, nos ahorra el ridículo y otra nueva polarización). Como dijo Dominique de Villepin, España salva el honor de Europa y, al mismo tiempo, pretende preservar la dignidad al situarse en el lado bueno de la historia. Porque, como recordaba Sartre, aceptar una injusticia en silencio es convertirse en cómplice de ella.

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