Ya hace un año que lo sabía, aunque la noticia salió en la prensa hace pocos días. Dicen que ahora se abren más librerías de las que se cierran, pero la noticia de la que hablo es del cierre de la mítica librería Pérgamo, una pequeña pero prestigiosa, cálida, acogedora y encantadora librería que ofrecía sus libros al público en la calle General Oraá, en el centro de Madrid. El verano pasado, después del confinamiento, me llamó Lourdes, la librera lectora, mujer sabia, charlatana y escrutadora, para decirme que si quería podría recoger mis libros porque iban a venderlo todo de saldo. Supongo que ya pasado más de un año han acabado con las existencias y por fin se cierra. Tal vez se convierta en uno de esos boyantes locales de copas. Esta es la historia de cómo conocí yo la librería Pérgamo.
Desde que nacieron mis niños, pasábamos parte de las Navidades en Madrid, con los abuelos maternos. En cuanto crecieron un poco nos animamos a unirnos a la marabunta de madrileños que se agolpan en la Castellana para ver desfilar a los esperados Reyes Magos con toda la parafernalia de Oriente. Para descargar lo más cerca posible del Paseo a toda la familia, incluidos abuelos, tíos y primos, era necesario acercar el coche hasta Serrano a una hora prudencial. Luego me tocaba iniciar la penosa búsqueda de un aparcamiento para unirme al grupo. Creo que la primera vez debió de ser hace unos quince años. Aparqué el coche, por casualidad, en la calle General Oraá. Tenía algo de tiempo todavía, los reyes tardarían en llegar, y podía entretenerme un poco y coger algún regalo de última hora. Lo ideal sería algún libro, pero ¿dónde podría encontrar una librería? La calle no parecía especialmente comercial. Sin embargo, no había caminado más que unos pasos cuando me encontré con la librería Pérgamo. Con pocas esperanzas me asomé al escaparate. Había libros interesantes, rarezas, literatura, filosofía, ciencias. Animaba a entrar. La pesada puerta ofrecía cierta resistencia a los clientes, como si la librería solo quisiera mostrarse a quien estuviera realmente interesado. Nada más entrar se veía una enorme mesa alargada llena de libros, que hacía las veces de mostrador, aunque se podía rodear sin temor a invadir el espacio del librero. Las altas estanterías requerían el uso de una escalera que podías utilizar a discreción. Era bastante divertido rebuscar por sus estantes, llenos a rebosar de libros interesantes y jugosos. Había de todo. Lo clásico, español, historia, ensayo, poesía, filosofía, literatura infantil, también las últimas novedades. Aquella tarde no había nadie en la librería. Lourdes charlaba con una amiga que estaba sentada con ella. Hablaban lo suficientemente alto como para darme por aludido. Por si fuera poco, Lourdes intercalaba atinados comentarios sobre los libros que estaba ojeando. Daba la impresión de que lo hubiera leído todo. Acabamos conversando animadamente. Les dije que veníamos de Asturias, aunque yo era de Benavides de Órbigo; que tenía a la familia esperando en la Castellana a los Reyes Magos. Hablamos de los hijos, de su edad, en fin. Me hizo una ficha completa. Lourdes mostraba una conmovedora admiración y respeto por Asturias y León, «esas tierras del Norte». No recuerdo cuántos libros me llevé, pero debí cargar bien los sacos de los Reyes Magos; lo que sí recuerdo es la grata impresión que compartimos en la despedida.
Pasaron los meses y me olvidé del asunto como de tantas otras cosas preciosas y fugaces que nos ocurren a diario. Llegaron de nuevo la Navidades. Con niños es reconfortante caer en la rutina, queremos dejar poso, que sus recuerdos se construyan con el generoso pretérito imperfecto, y no con el escueto pretérito indefinido. Otra vez la expedición, seguramente con frío, mantas, abrigos, incluso chocolate en un termo para merendar a la intemperie y, nuevamente, a buscar aparcamiento en los alrededores de Serrano. Bajando por la calle hacia la Castellana me encontré de nuevo, ya no sé si casualmente, con la librería Pérgamo. Aquel día había gente, de modo que discretamente busqué lo que me pareció, hice mi selección de regalos y fui a pagar convencido de que nada ni nadie repararía en que era el mismo cliente del año anterior. Sin embargo, al vernos, Lourdes me reconoció. Celebramos la casualidad de que fuera el mismo día cinco de enero cuando nos volvíamos a ver y me fui de allí con la firme intención de volver al año siguiente. Pero esos propósitos son fáciles de romper.
Debió coincidir que el cinco de enero caía en domingo porque al año siguiente me encontré la librería, que por supuesto fui a visitar, cerrada. Consideré que esa curiosa historia terminaba ahí. Pero las rutinas familiares tienen su propia inercia, y al año siguiente, después de llevar a la familia ya me fui directo a la librería Pérgamo. Lourdes estaba hablando con un amigo que permanecía sentado por detrás del pequeño mostrador de la izquierda. Llevaba un sombrero de vaquero llamativo, pero elegante. Con cierta torpeza quise recordarle quién era y por qué estaba allí de nuevo el cinco de enero. Lourdes me confesó que estaban esperándome. Celebramos con cariño la alegría del encuentro. Quería llevarme un libro sobre mecánica cuántica que tenían en el escaparate. Aquel año me habían asignado impartir la materia de Filosofía Natural en la facultad de Filosofía de Oviedo. Estaba bastante entusiasmado con la idea. Yo la había cursado con el insigne profesor Miguel Ferrero Melgar, que dedicó los dos cursos a los entresijos de la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica. Y, naturalmente, yo pretendía hacer lo mismo. Entonces Ignacio, el amigo sentado y tocado con sombrero, me dijo: «No compres ese libro. ¿Conoces El enigma cuántico? Ese sí merece la pena». «Bien, le dije, pues vamos a ver si lo tiene aquí Lourdes y le echo un vistazo». Lourdes fue a buscarlo pero no lo tenía, lo había vendido. «Ven conmigo –me dijo Ignacio– que yo te lo doy. Ese libro es el que tienes que leer. Ven a mi casa, que vivo aquí muy cerca y te lo llevas». Quise excusarme de algún modo, no era necesario, ya lo buscaría, pero Ignacio insistía. Lourdes también me animaba a ir con él. La situación me pareció de pronto un poco extraña. Pero no era una oportunidad desdeñable. Al fin y al cabo algo tenía que ocurrir. Y fui con Ignacio a su casa. Tenía el libro sobre la mesa de la salita, lo había estado leyendo recientemente y aun no lo había recogido de nuevo en la estantería. Me lo dedicó con una frase curiosa en la que se rebelaba contra el límite de la velocidad de la luz, en respuesta a una pequeña discusión que acabábamos de mantener sobre el tema. Volvimos a la librería. Lourdes había preparado café con bizcocho casero. Nos despedimos con el deseo de volver a encontrarnos de nuevo,náufragos del día de la víspera de Reyes, en aquel islote en que habíamos convertido el pequeño rincón de la librería Pérgamo, para nosotros, mientras se acercaban los Reyes Magos.
Los años pasaron. Cada cinco de enero, con regocijo, aparecía de nuevo en la librería. Conmovidos, nos saludábamos mientras los hijos crecían y las circunstancias iban cambiando inexorablemente. A Ignacio, mi rey mago particular, nunca volví a verle, pero Lourdes intercambiaba nuestros saludos y me daba recuerdos suyos siempre desde algún exótico lugar del Mundo. Uno de aquellos días coincidimos allí con el poeta Luis Alberto de Cuenca y su mujer Alicia Mariño. Lourdes les contó la extraña historia de aquel asturiano que se colaba en su librería cada cinco de enero a comprar los últimos regalos de Reyes. Recuerdo que a Alicia Mariño le pareció un precioso cuento de Navidad. Nos saludamos. Le recordé a Luis Alberto que había prologado un libro de poemas, Torres sobre tierna arena, de un amigo querido: Manuel Camarero. Hablamos brevemente. El encuentro tenía que ser siempre breve, fugaz.
No es fácil mantener esas conexiones tanto tiempo en medio de tantas circunstancias, en un día tan señalado como la víspera de Reyes. Y así fue cómo me vi un buen día llamando a Lourdes por teléfono en plena tarde desde muy lejos, para mandarle un cariñoso abrazo lleno de sencillos y emotivos recuerdos. Le mandé postales, la volví a llamar. Así fuimos pasando los últimos años en los que no volvimos a vernos en Madrid, hasta que en agosto de 2020, después del confinamiento, Lourdes me llamó con mucha tristeza para anunciarme el final de la librería Pérgamo, ese pequeño oasis compartido. Pero he leído en la prensa que esperarán a cerrar hasta el cinco de enero de 2022.
Lo más leído