Colaboracionistas y resistencia

Rubén GarcÍa Robles
14/06/2023
 Actualizado a 14/06/2023
Recuerdo cuando cobré mi primera paga de 78.000 pesetas, unos 470 euros de hoy por la mañana. Me fui desde Alcalá de Henares en un Cercaníasa una casa de libros situada en la Gran Vía, la Calle Ancha de Madrid. Me impresionó su bullicio como de río sobre el que muere un enjambre de calles, el empaque de cada edificio, su anchura monumental, como de escenario del teatro de la vida, pintoresca, chulapona, llena de meneos y alegría de vivir. Llevaba bajo el brazo una lista de libros que durante semanas no dejaba de crecer y crecía con método, de cuando estudiaba en la Universidad Pública de Salamanca, con presupuesto de estudiante que había que saber utilizar, no era pólvora del Rey. Leía el ABC cultural los viernes, el Babelia de El País los sábados y el suplemento cultural de El Mundo los domingos. Me empapaba de las reseñas de los libros de historia, arte, poesía y ensayo y al final la decisión sobre qué libro comprar dependía en muchas ocasiones de la habilidad del periodista para que la reseña reflejara su gusto o disgusto al leer.

Dejé aquel día, en aquella casa de libros, paraíso de cualquier lector, un poco menos de la mitad de aquel exiguo salario con el que tenía que aprender a sobrevivir. Pasados los años las librerías y bibliotecas públicas estaban en otros países a donde me había ido a vivir y tuve que aprender la lengua de Francia y Reino Unido para aprender a leer allí también. Mi interés por otras lenguas me hizo aprender algunas palabras de sango, la lengua de los piratas y comerciantes de los ríos que habitaban el corazón de los bosques tropicales de la República Centroafricana en donde trabajé. Y aunque sólo fuera para demostrar respeto hacia el país y las personas que conocí, fui capaz de leer algunas historias de aquella lengua amistosa y musical: ‘Ngou Nzapa’: agua de Dios, lluvia; ‘Ngou ti le’: agua de ojos, lágrima; ‘Ngou ti yanga’: agua de boca, saliva.

Todo esto viene al hilo de haber vuelto a ver a Francisco Calvo Serraller en un libro expuesto en la exhibición del genial Eduardo Arroyo en el Centro Leonés del Arte, un libro en el que ambos se habían prestado colaboración de texto y dibujos. Francisco Calvo Serraller desplegaba todos los sábados por la mañana en el Babelia de El País su saber de años y sensibilidad de sabio sobre libros leídos y exposiciones a las que había que prestar atención. Recuerdo que elogiaba a Rafael Argullol y su ensayo ‘El fin del mundo como obra de arte’, donde desplegaba también su vastedad, su capacidad de lectura y síntesis y su refinada lectura de la realidad sobre la colaboración entre un artista austriaco, un compositor teutón y un arquitecto alemán. No quiero decir que algunos quieran convertir el fin del mundo en una obra de arte, en un quemar Roma para construir Germania, ser Nerón por unas horas para construir un orden nuevo, un mundo sin mácula, sin malicia, sin molicie, un mundo mejor, un mundo feliz. Porque algunos asaltan el Capitolio y otros hacen asaltar sedes de instituciones, incendian las redes, lo llaman métodos alternativos, heterodoxos, para saltarse leyes y beneficiar a las reses de las dehesas para que sean libres de matar mediante enfermedad o morir. Van contra la ley, pero a la hora de que lleguen los sueldos a sus cuentas, hay que aplicar la Norma, la Directiva, la Instrucción Técnica, la indemnización, la dieta del Bocyl, en una palabra, la ley.

La cultura del fascismo encontró acomodo en todos los países de Europa: Holanda, Bélgica, Dinamarca, Suecia, Finlandia, Francia, en todas las socialdemocracias a las que miramos como modelo de educación, legislación, derechos y respeto a la ley. Fueron colaboracionistas todas y lo demostraron enviando divisionarios a luchar contra Rusia al Frente Oriental como también hicieran España y Portugal. Colaboracionista fue Von Papen para que Hitler llegara al poder, colaboracionista fundamental y necesario sin el que no se entendería la II Guerra Mundial, colaboracionista para que aquel pintor austriaco, metido a cabo del ejército del Imperio Alemán durante la Iª Guerra Mundial, pudiera ser atractivo al capital (Krupps, Thyssen, IG Farben) que se puso de acuerdo para comprarle un traje nuevo, unos zapatos de charol y una habitación en un hotel (suena a parodia de Charles Chaplin, pero sucedió).

La cultura del fascismo recorre de nuevo Europa –no lo digo por la asociación entre Alberto y Santiago Bruto, o Alfonso y Juan, por ejemplo (nombres ficticios con los que me podré librar de una sanción)– y cuando acomode a los hijos de los métodos alternativos en silla presidencial (pues están, incomprensiblemente para los demócratas, en sede parlamentaria), tomarán decisiones de cierta relevancia, provocarán caos y legislarán en Europa y entonces se convertirán en los colaboracionistas necesarios e imprescindibles para que China y Rusia ganen en Ucrania pues retirarán el apoyo al país y el modelo socio económico de las autocracias se impondrá en Europa, un modelo en el que no habrá derechos individuales, pues por encima del individuo está la Madre Patria, la Madre Rusia, la figura de Mao-Xi. Los criminales defenderán en sede parlamentaria, o no,las leyes de las democracias orgánicas, por la ley de la fuerza y la razón de las armas y las tendrán todas, las razones no, pero las armas sí. Crecerá la corrupción, el fraude y el crimen organizado, mejor organizado que las sociedades que nos van a tocar vivir. Saben mejor que nadie sembrar el caos y después aparecer como una solución a un caos mayor. Y siempre tendremos el paraíso fiscal que garantiza la existencia de la corrupción, el fraude, el crimen organizado y su continuidad, es decir, que el paraíso fiscal es el infierno de nuestras democracias.

No voy a hablar de Von Papen y de Hitler, no voy a hablar de Ribbentrop y Molotov, de un Putin criminal abrazando a un amistoso Berlusconi estrafalario y bufón, no voy a hablar de Alberto y Santiago, de Alfonso y Juan, ni de políticos, ni de indecencia, ni de asalto al capitolio, ni de reses asaltando sedes, exaltadas por no querer cumplir la ley, sino de derechos, de libertad que tendremos que aprender a defender y de leyes que habrá que redactar mejor y cumplir, hablo de colaboracionistas y de resistencia. No hablo de un país que se llama España, ni de ti ni de mí, ni del aquí y ahora, no hablo de España porque no puedo hablar, sino de una novela de anticipación que espero no tener que llegar a escribir. Me quedo con la colaboración de dos genios, Eduardo Arroyo y Francisco Calvo Serraller, a modo de resistencia.
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