¿Aprenderemos?

Rafael de Garnica
05/09/2025
 Actualizado a 05/09/2025

Querido Sócrates: Acabo de regresar de Castrocontrigo. Fui a visitar a mi amigo V. Hacía tiempo que no nos veíamos, aunque recordaba vivamente cuando lo hice después del largo incendio de hace ocho o diez años. Por eso, hoy, creía que iba preparado para ver lo que esperaba ver.

No creo que mis sensaciones sean muy distintas de las que experimenten otras personas que tengan conocimiento, vivencias y sensibilidad hacia el monte, pero, te aseguro que, he pasado una mala tarde y algo más, pensando y meditando sobre lo que he visto. 

Al principio la sensación fue de disgusto, poco a poco de rabia, después, encabronamiento y terminé conmocionado. Mientras conducía fui mirando lugares de los que conocía hasta algunos árboles concretos. Aquellas encinas de la cuesta y las curvas, los pinos de más allá del puente, los de la chana o los de la portilla del cruce entre las rocas que siempre me recordaban a Sierra Morena con sus jaras y con su olor. Fuimos a comer a La Bañeza mientras de nuevo contemplaba el mismo paisaje desolador y mi amigo me explicaba sus experiencias con el fuego. Cómo desde joven se aprendía a extinguirlo manejarlo o protegerse y cómo era la hacendera para esas labores que incluso se separaban por edades. Otros fuegos y otros tiempos, pero que tenían también su sabiduría.

Volvimos a Castro y yo ya a regresar a León, sólo con mis pensamientos. Paré en un camino y me interné en él para aliviar una necesidad. Me sentí casi un delincuente. ¿Qué pensaría el que me viera separarme pudorosamente de la carretera? Quizás fuera una conducta sospechosa para el que me observara de lejos.

Más adelante quise hace unas fotografías para documentar un poco esos álbumes de historia familiar que siempre tengo por terminar y... allí comenzó todo. Al bajar del coche, pisé tierra virgen en donde se marcaban cada uno de mis pasos. Entiéndeme Sócrates, virgen después de quemada, porque estaba cubierta de una buena capa de diminutos carbones y cenizas. La tierra descubierta estaba cocida, estéril, rojiza como de ladrillo, mostrando, desnudas, las madrigueras de los ratones y otros animales.

Vi una roca saltada por el calor y fui haciendo fotos que me ayudaran a relatar como era la huella del desastre. El vacío y el silencio eran totales, ni siquiera el viento en las copas porque no había copas. Un silencio incomprensible, aunque entendiera que «ninguna gente» como diría Dersu Uzala, se hubiera quedado en aquel espacio estéril y hostil. El único sonido era el de algunos coches que pasaban de cuando en cuando.

Busqué hacer una foto de aquel vacío que no llegó a satisfacerme. Después de dudarlo, entré en una pequeña casa de recreo medio quemada y quizá abandonada en la que una vajilla, sencilla pero ordenada me contemplaba como si fuera un intruso al tiempo que me quisiera contar una historia. En la tierra estaban las huellas de un vehículo y de alguien que había forzado la puerta de la cerca y entrado con la intención de apagar el fuego con relativo éxito y, lo que sugería más miedo, para cerciorarse de que no hubiera nadie allí. 

Fotografié un cartel antiguo y chamuscado de los del antiguo ‘Distrito forestal’ en el que ponía la conocida frase de: «Si estos montes se queman algo suyo se quema».

¡Que frase más verdadera y redonda y, que poca fortuna hizo! Alguien deberá preguntarse porqué.

Más adelante fotografié en el asfalto ennegrecido, las huellas dejadas por las llamaradas que sobrepasaron la carretera sin detenerse. Tuvo que haberlas horizontales de más de treinta metros y no una ni dos, sino durante kilómetros. Las llamas de los pinos altos produjeron terribles rebufos de más de cien metros con los remolinos el viento.

Al final de la larga recta fotografié una tablilla de coto de caza y, unos pasos más lejos, la momia reseca de un conejo claramente muerto de asfixia por el fuego que allí debió correr como un caballo y que no llegó paradójicamente, ni siquiera a quemarlo, pero que le robó el oxígeno. Era la imagen paradigmática del coto ‘privado’ de caza por el fuego. ¿Cuántos animales de toda especie había matado el fuego y cuantos los cazadores?

Había pinos con la corteza quemada solamente por un lado e intacta por la cara de sotavento, tal debió ser la velocidad y la furia de las llamaradas en algunos lugares. 

El golpe grande llegó un poco más allá. Con el coche me acerqué al lugar que me había señalado mi amigo. Allí estaba la motoniveladora quemada. Su imagen me recordó a la de una tanqueta rusa de la guerra civil que vi en Toledo a los catorce años. Aquella estaba reventada y semienterrada en lo que debió ser una trinchera. Las dos máquinas me sugerían lo que habría sido de sus tripulaciones. Cerca de la niveladora, una cinta negra ondeaba al viento en un silencio que se escuchaba. Pensé inmediatamente en una mujer.

Entre las ruedas delanteras había dos coronas de flores algo secas. Junto a los asientos, testigos del aterrador suceso, unas florecitas rojas todavía frescas. Hice las fotos con respeto y a cierta distancia, como intentando no profanar aquel lugar de sufrimiento y muerte. 

Me separé y pensé que la máquina debería quedar allí, como recuerdo para algunos, como documento palpable para nuestros hijos que no hubieran visto tal, como reflexión y aviso para todos y para mucho tiempo

Alguien se acercó en una moto de campo, se detuvo a cierta distancia y al marchar me lo crucé. Hice un esbozo de saludo. No pareció ni verme, ni importarle mi presencia y dio solo unos pasos.

Al marchar, desde la carretera, de nuevo lo vi. Distante del lugar y de todo, quieto y en pie. Me pareció que rezara por unos mártires que seguro que lo fueron por ayudar a los demás.

Yo también recé por ellos y me pregunté que podría hacer para que no se repita.

Siempre tuyo
Ornis

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