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Lo que traiga el viento

27/01/2024
 Actualizado a 27/01/2024
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Estaba en medio de dos cosas. Había acabado una y esperaba a alguien para empezar la siguiente, que era un viaje. Se trataba de uno de esos momentos ni tan breves como para quedarte de pie echando un vistazo al móvil ni tan largos como para ponerte a leer con calma en una cafetería. Opté por sentarme en un banco en el que no había nadie más.

Hacía frío y hacía sol en León. Me encantan esos días. El banco era uno de los que está junto al río, al lado del puente que comunica la explanada del Parador de San Marcos con el barrio del Crucero. Pasaron ancianos encorvados, con bastón y gorra, los caminantes más resistentes de la ciudad; algunas mujeres jóvenes que iban muy deprisa; abuelas y abuelos paseando nietos en carritos; un hombre con un cigarrillo apagado colgando del labio. 

En el banco se sentó una señora. Antes de hacerlo, me saludó. Dijo hola. No buscaba conversación. Estuvo un rato tranquilamente al sol, disfrutando de la pasarela en la que se convierte una calle cuando te sientas a mirarla, y se fue. Pensé en si alguna vez yo había saludado a alguien al sentarme en un banco. Es posible que sí, tal vez. Me acuerdo de que hace tiempo oí la conversación de un hombre mayor que se quejaba de que había gente que no daba ni los buenos días. Algunos van por la vida como los jabalís, dijo. 

Observar es una tarea importante para la escritura. Por eso sé que debería haber más momentos como el de ese banco. Que debería detener la búsqueda incesante de lo que quiero ver, que es mi modo habitual de proceder, y sentarme a mirar sin más qué me trae el viento.

En ‘León al pie de la letra’, un libro de rutas literarias por la ciudad, David Rubio, su autor, cita un recuerdo que Antonio Gamoneda recoge en sus memorias. Cuando el poeta era sólo un niño que trabajaba de calefactor en un banco, tenía que encender a primera hora la caldera de carbón. En esas madrugadas, siempre se encontraba con el hombre que regaba la calle. En el asfalto iba creciendo un gran espejo que «creaba otra noche». Dice: «Me acostumbré a detenerme y a asistir a la transformación de la noche». Allí se quedaba hasta que el hombre cerraba la conducción, recogía la manguera y se alejaba. Así es como hay que observar. 

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