jose-miguel-giraldezb.jpg

Tradición, sí, pero, sobre todo, modernidad

03/04/2017
 Actualizado a 19/09/2019
Guardar
No es inhabitual escuchar afirmaciones que defienden a capa y espada las tradiciones, sean éstas cuales sean, sin mayor análisis. Como si defenderlas fuera el mandato que tenemos de nuestros ancestros, nos guste o no nos guste, estemos de acuerdo o no. Hay sin duda tradiciones que merecen mucho la pena, que tienen que ver con la identidad de un pueblo, que, a pesar del paso del tiempo y del cambio de las sociedades, no colisionan con el espíritu del presente. Pero, evidentemente, hay costumbres que chirrían en el momento actual, que fueron desarrolladas en otros contextos históricos, que se corresponden a otras concepciones de la moral, la religiosidad, la política o la justicia. Los tiempos cambian, en efecto, y eso hace que no todas las tradiciones encajen de la misma manera, ni deban ser celebradas con el mismo entusiasmo con el que se celebraban, pongamos, en la Edad Media. Este suele ser el peligro de aceptar las cosas sin más, sin análisis, sin ponderación. No sirve esa acostumbrada afirmación, «es que esto ha sido así de toda la vida», porque el hecho de lo que lo haya sido no justifica que tenga que ser ahora de la misma manera.

Los tiempos cambian y nos cambian, la historia no es siempre la misma, y la validez de los argumentos, o la validez de las costumbres, no es ni mucho menos eterna. Pero reconozco que muchos ven en las inveteradas costumbres la marca de la identidad de un pueblo, de una región, de un país, y no solo no están dispuestos a renunciar a ellas, aunque incluyan aspectos que se concilian difícilmente con la modernidad, y hasta con la democracia, sino que incluso quieren resucitar viejas costumbres y creencias, algunas de ellas hace ya tiempo olvidadas o consideradas obsoletas, sólo porque así, dicen, se fundamentaría mejor la identidad y la personalidad, y, en último caso, la diferencia. Puedo estar de acuerdo en que la globalización nos ha privado de algunas de nuestras peculiaridades, que gran parte de esa globalización se consigue potenciando lo superficial en detrimento de lo profundo, subrayando las generalidades y obviando las esencias. Pero mucho cuidado con las esencias. En su nombre se han cometido grandes barbaridades a lo largo de la historia. A la Unión Europea, sin ir más lejos, se la ha acusado de buscar la homogeneidad y la cohesión dejando de lado los aspectos más profundamente identitarios de algunas comunidades y de algunas culturas, pero es evidente que sólo se puede unir aquello que logra encontrar elementos de unión, aunque sean unos pocos, más allá de las discrepancias. Con ayuda de la crisis (y de elementos como Trump) se está tratando de reventar ahora el espíritu europeo a marchas forzadas. Ahí tenemos ya a un montón de cavernícolas dispuestos a llevarse todo por delante, porque, al parecer, no se atiende suficientemente a su parroquia. Llevamos siglos luchando contra machistas, intolerantes, autoritarios o fascistas, y en pleno siglo XXI nos dejamos convencer por unos cuantos iluminados que vienen a prometernos el oro y el moro, en nombre, cómo no, de la diferencia. Y que, sobre todo, nos prometen que pondrán por delante las esencias, que no se dejarán tocar un pelo del alma nacional, y toda esa palabrería. Y para demostrarlos son capaces de hacer reverdecer cualquier tradición por casposa que sea, o algo peor, y por supuesto siempre insistiendo que eso es lo que nos ha caracterizado a lo largo de los tiempos, que eso somos nosotros, que está en la sangre y en los genes, y otros argumentos de parecido pelaje. El viejo recurso esencialista, el viejo y peligroso recurso de la singularidad a prueba de bomba, que, como vemos en algunos de estos resucitadores de la caverna, ha de manifestarse mediante el odio y el desprecio a los otros.

El Brexit es un buen ejemplo de todo esto que sucede, pero no es el único. El Reino Unido se dirige a poner en práctica una de las aberraciones políticas más grandes de los últimos tiempos, como se demostrará oportunamente. Hay elementos de esa peregrina decisión, cuyo origen está en Cameron y Farage, desaparecidos ya de la primera línea (se diría que se han apresurado a ponerse a cubierto), que tienen que ver con la economía, sin duda, pero también se cuelan argumentos de identidad cultural, de defensa de las viejas esencias anglosajonas, y en este plan. Hay, en suma, un cierto aire de superioridad, una intención explícita de mirar por encima del hombro, exactamente lo mismo que intenta Trump con su patético discurso. Nos estamos atando las manos y estamos destrozando el futuro con todos estos cavernícolas, charlatanes de medio pelo, que pretenden vender a sus ciudadanos no se sabe qué ridículas esencias, no se sabe qué ventajas, haciéndoles comulgar, literalmente, con ruedas de molino. Y corre el peligro de que esto continúe con otros políticos de parecido jaez, admiradores confesos de la naftalina de Trump, como Marine LePen, y otros. No sé si estamos a tiempo de salvarnos de este indudable desastre al que nos dirigimos.

Aunque los logros de los nuevos brutos de la política dependen de las mentiras compulsivas, la falsificación constante de la realidad y la apelación a ciertos sentimentalismos de lo que ya deberíamos estar curados, también es cierto que se basan en eso que se llaman, y que venimos llamando en este artículo, las esencias, las identidades, la cultura como arma ¡nada menos! usada contra los otros. La cultura y la tradición, entendidos como elementos de disuasión, de odio y de separación. No creo que se pueda construir ninguna modernidad con eso.

La tradición es necesaria en cuanto que sirve para construir el futuro. Hacer pivotar el desarrollo de una región, o de un país, en las grandezas del pasado es un grave error (y creo que eso le sucede al Reino Unido, o al menos late en su pensamiento político actual), pero también es un error pensar que las esencias son intocables, innegociables y absolutas. Sobre todo cuando pueden jugar en nuestra contra. Por supuesto que uno defiende los grandes valores de antaño, siempre y cuando lo sean (por ser antiguos no son necesariamente defendibles, esta es la cuestión), y aplaude el mantenimiento de aquellos aspectos culturales que son compatibles con el mundo actual. Pero no debemos creer que las grandezas pasadas nos han de llevar a las grandezas futuras. Ni que, como decimos, lo que fue defendible y costumbre en un tiempo tenga que ser siempre mantenido hoy, contra viento y marea. Mirarse el ombligo es siempre una mala política. Esta lucha entre las esencias tradicionales o las costumbres inveteradas y la modernidad es una de las características de este nuevo tiempo: se están utilizando esas esencias como un engaño claro a la población para que vuelva al proteccionismo y el miedo a lo diferente. Se trata de un asunto crucial, en el que nos jugamos el futuro.

Es lo que se pide también a territorios como el nuestro. Más allá de polémicas locales y de la historia reciente, de nuestro discutible encaje en las regiones de Europa, más allá de oprobios y de flagrantes olvidos, que no son pocos, tenemos que empezar a promover más la modernidad que la nostalgia. La apelación constante a las tradiciones, al costumbrismo, parece interesante por cuestiones turísticas, también deportivas, como defensa del patrimonio (algo que me parece innegociable), o como preservación de espacios naturales, o con sabor histórico… Pero socialmente, hay que dar un paso adelante. La modernidad es la mejor manera de preservar lo que debe ser preservado. En estos días que vivimos algunos cambios políticos, cabría pensar que el gran cambio que nos aguarda es el de los tiempos modernos. El de los transportes sustentables y rápidos, el de las infraestructuras del siglo XXI. Nos espera un cambio que ponga en valor el patrimonio natural, que revierta el drama de la demografía negativa, que devuelva a los pueblos no sólo fiestas y costumbres, sino servicios modernos, tecnología puntera (ni un pueblo sin internet), que potencie el emprendimiento, la industria local, la igualdad de género en todos los terrenos y la protección del entorno y de los animales. Hay mucho, mucho por hacer. Tradición sí: si es para crecer en modernidad. Las esencias rancias nos matan. Y están empezando a hacerlo en no pocos lugares.
Lo más leído