Existe una teoría contrastada según la cual cada vez más a menudo nos encontramos en lugares indefinidos, sitios sin personalidad que nos hacen dudar sobre nuestra ubicación geográfica y emocional por la falta de algo que la identifique, nos oriente o estimule. Son sitios de paso o trámite donde nuestro comportamiento se supone pautado y regulado (quebrantar sus normas supondría un modesto cataclismo), sitios que componen un nuevo país, una nación de ciudadanos predecibles y deslocalizados. A pesar de que destinamos buena parte del ocio a buscar lugares distintos y específicos –«lugares antropológicos» según esa misma teoría– para alcanzarlos frecuentamos contradictoriamente los paraderos intercambiables que comentamos: aeropuertos, estaciones de tren y autobús, gasolineras, centros comerciales, hoteles-todo-incluido, resorts, etc. Se denomina «no-lugares» a estos establecimientos imprecisos que tanto abundan y tanto se parecen, estemos en Osaka o en Gijón. Un largo etcétera que la globalización acrecienta a paso gigante invadiendo el último reducto de la singularidad urbana, los centros históricos, con profusión de franquicias y multinacionales. Pasea uno por Viena o Palencia y, en las sinuosas calles cercanas a una catedral, aparecen los garitos de Amancio, Bimba y la otra o el colmado de los chándales que reproduce por esporas el capitalismo monopolístico.
La serie veraniega que hoy comienza ahonda en lo que podríamos llamar, por contraste, «sí-lugares», pero unos muy especiales, aquellos que han llegado a convertirse en tópicos, en su doble acepción etimológica, de lugar y cliché. Una lista tan finita como mudable que pudiera el lector compartir, ampliar o cambiar, bendito sea. La serie se compondrá de ubicaciones, edificios, o simples estancias donde se produce o anhela el estremecimiento de lo único, la experiencia de saberse en un lugar inimitable a pesar de las muchas imitaciones y limitaciones que hoy tienen y acusan. San Stendhal nos perdone. Amén.
En el recorrido curiosearemos sobre por qué buscamos esos emplazamientos, cómo se produce esa experiencia y, al fin, si es posible preservarla, compartirla, asimilarla. Si de algo sirve o debería servir. Si acudimos allí como se acudió a santuarios, reliquias y otras ilusiones.
En su versión moderna, esto comenzó hace un par de siglos con unos cuantos británicos adinerados, pero quizás se nos ha ido de las manos. Primero los débitos de la cultura, cuando el viajar era tenido por sanación de la ignorancia y el tedio. Después el romanticismo y el afán de lances o, al menos, de descubrimientos a módicos precios. Y finalmente el buen tono social, el empleo ordenado y rentable del período vacacional, el negocio del ocio y otros etcéteras nos impulsan, como impulsaron a Pausanias, a recorrer, visitar y contarlo. Sin insistir.