Los últimos acontecimientos que han sacudido Europa nos han vuelto escépticos sobre demasiadas cosas. Algunos, en efecto, se han vuelto escépticos sobre Europa misma. Parece que el escepticismo es una de las características de nuestro tiempo. Es comprensible, con la tendencia de la clase política a darnos gato por liebre, con las experiencias que hemos ido acumulando, con la sensación ciudadana, que por supuesto persiste, de ser títeres de un sistema perfectamente organizado y global en el que hay una parte del guión que no conocemos ni conoceremos nunca, pero que barruntamos. Otros escriben las vidas que hemos de vivir.
Pero en esto, llegó Islandia. Ya sé que en fechas reciente hubo allí también sus problemas políticos, para asombro de sus poco más de trescientos mil ciudadanos, pero la cosa tardó un par de telediarios en solucionarse: con una dimisión, naturalmente. Sin embargo, no ha sido de la política de donde ha llegado esta novedosa pasión por los islandeses. Ha sido desde el fútbol, el lenguaje de la tribu por excelencia de la civilización contemporánea. En medio del enorme carajal montado por los británicos, que aún a estas horas no saben muy bien a qué carta magna quedarse, en medio de este espantoso ridículo de las baronías de Westminster y de uno y de otro signo, de las que hablábamos aquí la pasada semana, surge de pronto la imagen de esos islandeses que llegaron del frío, ¡para eliminar a la propia Inglaterra! No es una cuestión de venganza, ni de justicia humana y divina, pero imagino a Juncker empadronándose en Reikiavik, aunque sólo sea por fastidiar. Pocas veces hemos asistido a una metáfora tan práctica y urgente de los tiempos que corren.
Es verdad que fútbol es fútbol, y sólo fútbol. Pero esta Europa dolida por el miembro amputado, que se mueve entre la pesada máquina administrativa que no deja ver el verdadero paisaje y el advenimiento de nuevos mesías y salvadores, contempla con pasión a esos islandeses que llegan a las costas europeas con una mirada limpia y azul, como arrancados de un texto de Snorri Sturlusson, como invocados por Borges, para escribir una página inesperada en las verdes praderas de Francia. Es el espíritu de lo nuevo lo que nos atrae de esta Islandia, cuyos trescientos mil habitantes, o poco menos, aparecen habitualmente apostados en una ladera de Reikiavik, ante una pantalla gigante, mientras juega su equipo. Como si estuvieran esperando en el puerto el regreso de los viejos barcos. Islandia atrae a los europeos que han perdido a su selección en el camino, como nosotros (en medio, a lo que se ve, de cierta marejada), a los despatriados de la ilusión y el coraje, a los aburridos de lo previsible y lo escrito, a los perplejos, a los desahuciados de la felicidad. Un viento salado y azul nos golpea en la cara cuando salen los intrépidos muchachos casi sin nombre, sin páginas en los periódicos, sin biografías pobladas de hechos pocos menos que milagrosos, como los que se les atribuyen casi a diario a los héroes semidivinos del futbol. Una reescritura de la historia oficial, una rebelión contra los hechos consumados y el imperio de los más ricos.
Así que ahora que todos somos islandeses, toca reeditar en Europa un nuevo espíritu. Una nueva forma de navegar. La frase horaciana de que los que surcan el mar cambian de cielo, pero no de ánimo, viene bien para estos tiempos de impostura, hipocresía y falsedad, aunque ya no se cite a los clásicos, por el qué dirán. Ahora sólo se cita Juego de Tronos. Estos son tiempos para el escepticismo, pero son también tiempos para el engaño. Y para la perplejidad. Nunca pensamos que en esta Europa asolada por las terribles guerras del siglo XX podría surgir con tanta rapidez un lenguaje de odio y de exclusión, un lenguaje taimado que se vende envuelto en el celofán de la libertad frente al sistema burocrático, aunque oculte veneno. Ahora sabemos el peligro que corren las sociedades abiertas en tiempos de crisis: siempre hay alguien dispuesto a encender la mecha del descrédito y a hacer saltar por los aires los proyectos trasnacionales, amparándose en una visión pequeña y egoísta de la historia. Convenciendo a sus compatriotas de que el infierno y el mal siempre son los otros.
Es verdad que vivimos tiempos crudos, a punto de caer parte de Europa, y quién sabe si Norteamérica, en manos de personajes que hacen una interpretación agresiva de la política, que creen poder solucionar los males del mundo de un día para otro con medidas infantiles, absurdas, surrealistas e injustas. Gentes que, por supuesto, se aprovechan de la desesperación, y en muchos casos, por qué no decirlo, de la incultura. Es fácil hacer germinar el odio, gobernar desde el odio, si se abona antes convenientemente el terreno. La política de matones de barrio, construida con un lenguaje metálico y vulgar, que no parece el lenguaje propio de civilizaciones avanzadas, nos está llevando al desastre. Y sin duda somos culpables, por nuestra propia inacción.
La metáfora de esta Islandia que, pese a venir del frío, aporta más autenticidad y calor que nadie en la Eurocopa, sirve para un continente que tiene que encontrar nuevas ilusiones, nuevos retos, más allá del lenguaje administrativo, más allá del lenguaje puramente economicista. No se puede construir nada sin la potencia del humanismo, sin el reconocimiento de lo humano. Las grandes virtudes de nuestra civilización están precisamente en la aceptación del otro, en el trabajo en equipo, en la celebración de la multiculturalidad. No podemos dejar que un momento difícil se lleve por delante las muchas cosas buenas del proyecto europeo. Por eso Europa debe cambiar algunas cosas importantes. Pero si deja de ser abierta, morirá.
Hace apenas unos días el científico Stephen Hawking anunciaba que no creía que nos quedasen más de mil años sobre la faz de la tierra. No solemos escuchar mucho a los científicos ni a las gentes de la cultura, eso ya se sabe. Sobre todo en este país, la cultura siempre ha sido sospechosa. Y me temo que mucho de lo que nos pasa tiene que ver con esto. Pero Hawking anuncia que quizás ya no hay marcha atrás. Pensé en las palabras mezquinas de tantos políticos salvadores de nuevo cuño, pensé en las barbaridades que cada mañana hemos de escuchar en boca de gente como Trump, un auténtico peligro para el mundo, pero, sobre todo, para sus ciudadanos, cuando escuché a Hawking. ¿Realmente estamos ocupados en los debiéramos estar? De qué sirve regresar a un estadio anterior de la civilización, llenar de odio la mente de las gentes, abolir lo moderno, como quieren algunos grupos terroristas, destrozar la solidaridad entre los pueblos, como también quieren algunos, bloquear el entendimiento, sembrar el horror o el miedo, enseñar que el mal viene siempre de fuera, encerrarse en una burbuja antigua y patriotera en la que se defienden no sé qué rancias y sacrosantas tradiciones? ¿De qué sirve todo eso, si se podría decir que, en mil años, todos calvos? Una mirada alrededor muestra las verdaderas urgencias. El cambio climático, la nueva violencia del lenguaje y de las armas, la violencia contra las mujeres, la destrucción de la confianza, la terrible pobreza infantil, que ya alcanza a países desarrollados como el nuestro. Esos son los territorios que esperan a la política. Me pregunto qué hemos hecho mal. Me pregunto qué hemos hecho con la educación, con la idea de progreso. Me pregunto en qué momento hemos dejado que crezca la mezquindad, el oprobio, la oscuridad y la mentira. La política no puede seguir alimentándose a sí misma, complacerse en su propio mecanismo (y aquí empezamos a saber ya algo de esto). Por eso me hecho islandés de corazón. Por saltar al campo con el mar aún en los ojos. Por escuchar el viento de la libertad. Por creer que los que surcan el océano no deben cambiar de ánimo, aunque cambien de cielo.

Todos queremos ser Islandia
04/07/2016
Actualizado a
18/09/2019
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