Sangra El Bierzo por la vena de habitantes que más le duele. Una sangre densa, espesa, que se desliza con lentitud y va tiñendo el perfil de la comarca de un dolor imposible de contener. Su demografía se parece cada vez más a la silueta de un ataúd, mientras en la boca se instala otra vez el sabor de la desesperanza. Son ya dieciséis años haciendo cuentas que nunca salen, dieciséis años en los que más de 3.000 vecinos han dicho adiós a un territorio que no supo prometerles un futuro fértil.
Las despedidas avanzan en fila india, dejando atrás un paisaje hechizante que no encuentra la fórmula para cambiar huídas por bienvenidas. Ponferrada resiste, apenas, tirando de un carro pesado que arrastra por todo el Bierzo la obligación de sostener lo que queda. Se salva por poco de la quema demográfica, consciente de que en esa resta constante le va la vida. Y a su alrededor, una caja de madera simbólica parece ir cerrándose sobre los municipios que un día sellaron los pozos del carbón. Allí, en las cuencas exmineras, la sangría es más profunda. Es imposible remendar tantas despedidas con el hilo de quienes aún se quedan. Y ese desgarro se posa en un desánimo hondo, que ya no sabe hacia dónde estirar los brazos. Pedir a los jóvenes que construyan un proyecto de vida en esas tierras es casi como pedir una extremaunción. Solo ven lodazales de pasado, memorias de gigantes industriales caídos y el eco subterráneo de quienes se dejaron los huesos en jornadas sin sol. Allí donde los pozos llevaban nombres de mujer y las siglas de las empresas se alzaban como catedrales, hoy la vida parece haberse detenido. Y la juventud, a la que no le pesa el arraigo como valor añadido, mira hacia otro lado.
El Bierzo, entonces, vuelve a abrazarse a sí mismo como único gesto de amor verdadero. Se mira en un espejo que le devuelve únicamente la cara del presente, y cada cifra del INE funciona como ese análisis de colesterol que obliga a medicarse: un aviso de peligro enquistado. Estamos varados en la zona de no retorno, en el corredor de la despoblación y el envejecimiento, levantando la mano para despedir más a menudo que para celebrar un bautismo.
No bastan los títulos de Patrimonio de la Humanidad en los que solo creímos cuando el carbón pasó al columbario; ni los Bosques del Año, ni los Pueblos más bonitos de España, ni los galardones arañados de Interés Turístico. Nada vale si no hay nadie. Y el censo, una vez más, deja un reguero de sangre lenta que empaña la frente bajo la que supura una tormenta de ideas, todas buscando cómo fabricar una tirita que contenga la herida.
Después de dieciséis años de caída libre, cuesta construir una esperanza que las matemáticas no respaldan. Tal vez seamos poesía y la ciencia esté hablando en otro idioma.
Tal vez, simplemente, seamos Bierzo.