La revolución tecnológica cambia a tal velocidad nuestras vidas que resulta complicado readaptarse a lo natural, tan dependientes como nos hemos vuelto, de lo electrónico. Las noticias a un clic, la información en segundos, estamos permanentemente conectados y localizados. No nos han puesto un chip ni falta que hace, lo llevamos en la mano por voluntad propia.
Por eso, cuando ocurren situaciones como el apagón que sumió a España en la oscuridad más absoluta el pasado lunes, algunos lo celebraron saliendo a bailar a las calles, tomándose un vino con los amigos o leyendo tranquilamente un libro. Debieron pensar: «ah, esto era la vida…». Así fue el apagón «made in Spain», muy de cañas y tapas, pero ese es solo el lado amable, hubo miles de personas que tuvieron que recorrer a pie kilómetros hasta llegar a casa, colapsos en el tráfico, ciudadanos atrapados en ascensores, entre seis a diez víctimas mortales porque el respirador dejó de funcionar.
Volvió la luz y volvimos a conectarnos, sumisos, obedientes. Lo peor de todo es haber mostrado a los malvados del mundo que somos muy vulnerables.
Si hay agravio debería buscarse con ahínco si no al culpable, al menos al responsable. Pero en este tipo de situaciones, en España, ya lo hemos visto, nadie se da por aludido, nadie dimite. Porque esa humildad que tanto agradecería la ciudadanía supondría ceder terreno al adversario, renunciar a mucha pasta gansa y tener que subsanar el error. Y hemos normalizado que nos tomen el pelo y que sea otro el que pague la cuenta. Da igual lo que pase. Se rescinde un contrato con Israel por la venta de balas que nos penaliza con seis millones de euros y ¿quién paga la fiesta? Nosotros, pero nos da lo mismo si nos pilla de tapas. Decía el papa Francisco: «si no hay un culpable, entonces los culpables somos todos». Desilusiona mucho sabernos tan anestesiados. A ver si en algún momento nos han inyectado un sérum antirrevolucionario.