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Teoría y práctica del cuñadismo

26/12/2016
 Actualizado a 19/09/2019
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La Navidad no tiene sentido sin los niños, dicen algunos. Ni sin los cuñados, añaden otros. Para los adultos, es más una carga que otra cosa. Para muchos, se trata de un sarpullido familiar que hay que pasar inexorablemente cada año, un tiempo para ganar la santidad terrena con batallas domésticas a la hora de la cena navideña (o de cualquier otra cena), como esa, cada vez más instalada en el vocabulario popular: la batalla del cuñadismo. No la he sufrido yo, al carecer de cuñados (no se puede tener todo), pero el término se ha puesto de moda. Hasta tal punto que, por mucho que no esté reconocida aún por la RAE, cuñadismo es una de las palabras del año, y así lo ha subrayado estos días la siempre atenta Fundación del Español Urgente.

Ya no tiene sólo aquel significado de amiguismo que le atribuía Manuel Seco, sino que ahora se refiere a esa conversación en la que sistemáticamente nuestro interlocutor se arroga el conocimiento absoluto de casi cualquier cosa, al tiempo que señala, aunque sólo sea por contraposición, nuestra palmaria ignorancia. Dícese pues, del nuevo concepto que nace de las irrebatibles revelaciones sobre la vida que por lo visto puede hacerte un cuñado, casi siempre a los postres. Supongo que habrá una parte de injusticia en el fulgurante éxito de este vocablo. Porque imagino que no todos los cuñados acuden a la mesa festiva a explicar el mundo de la única forma que puede ser explicado: la suya. Quiero pensar que hay de todo. Por extensión, y aquí viene lo importante, el cuñadismo alude a esa tendencia, epidemia, o quizás pandemia, tan contemporánea, que consiste en sermonear a los ciudadanos sobre las verdades que sin duda deben creer, se pongan como se pongan. Hoy, el cuñadismo aflora en cualquier parte, y no hay muchas herramientas para defenderse de él.

El relativismo nunca ha estado muy bien visto. Parece que indica flojera intelectual. No faltan los que se atribuyen solidez de carácter porque nunca cambian de opinión, porque no dan el brazo a torcer por mucho que los hechos lo demuestren. Hay gente que lleva el cuñadismo hasta la tumba, o al menos hasta el juzgado. Y, como táctica, tienden a burlarse del pardillo que osa mostrar dudas, que expresa la posibilidad de estar equivocado. «¡Así no llegarás muy lejos!», te dice algún prócer del cuñadismo. De pronto, hemos descubierto que vivimos en un mundo en el que tratan de imponerse posturas maximalistas, incontrovertibles, aireadas no pocas veces sin ton ni son, pero que terminan haciendo fortuna. Claro que también suelen contar con altavoces, dispuestos a seguir el juego a los adalides del cuñadismo. Y no pocas veces, suelen contar con poder.

Malos tiempos cuando los predicadores y pontificadores de verdades absolutas alcanzan todos los micrófonos y alguna que otra silla presidencial. Malos tiempos aquellos en los que lo relativo, lo flexible, se mira mal, porque es mucho mejor defender una idea hasta el final, aunque sea errada o absurda, o porque es preferible mantener la unión de un colectivo a toda costa, aunque sea en torno a una barbaridad, a proyectar la división de opiniones y la diversidad de ideas, algo, por cierto, mucho más próximo al concepto de democracia. Se empieza pontificando, dando certificados de autenticidad y veracidad, y se acaba abominando de los que no están dispuestos a tragar con la prédica.

Lo que se denomina cuñadismo moderno, o lo que yo denominaría cuñadismo de nuevo cuño, ha saltado de las bodas y las cenas de Navidad a las tertulias de televisión, a las declaraciones de los políticos, y a no pocas peroratas, sermones y pláticas pronunciadas casi siempre por personajes públicos, supuestos conocedores de casi cualquier tema, capaces de pontificar sobre lo divino y lo humano con absoluta firmeza, y dispuestos, además, a llevar la contraria, con rostro de hartazgo, a quien se atreva a poner en cuestión esas verdades que debemos creer. Uno diría que empezó con la crisis y sigue ahí, pero me temo que la cosa es prácticamente ancestral. Lo que sucede es que nunca antes como con la televisión e internet se había hecho tan común el fenómeno, ni había tenido tanta influencia. Una cosa es el cuñadismo doméstico, el cuñadismo del café, que se lleva con buena voluntad, y otra es el cuñadismo de plató, de entrevista, de rueda de prensa, de mitin, o de comunicado. Difícil será librarse de él.

El cuñadismo de nuevo cuño no se diferencia mucho de aquello que siempre se llamó, en las distancias cortas, ‘lo que diga el enterao’. La terminación popular alude, precisamente, al carácter un tanto consuetudinario, grotesco, un poco de corral de comedias, que tiene el papel del ‘enterao’ en nuestra sociedad, así se hable de fútbol o de física cuántica. De hecho, creo que hemos pasado de una sociedad en la que cualquiera estaba convencido de tener su incontrovertible selección de fútbol (un español es un seleccionador en potencia), a otra en la que cualquiera esté facultado para opinar de cualquier cosa, y que además se le haga caso. Alguna que otra vez he escuchado, en alguna tertulia de las muchas que nos ilustran, aquello de: «yo doy mi opinión, que para eso hay libertad de expresión y tengo derecho». Y entonces soltaba su opinión sobre el comportamiento de los neutrinos, por ejemplo, o sobre el origen del Big Bang. Esa visión de que todo es opinable, lejos de generar flexibilidad, ha generado auténticos guardianes de hierro de ciertas ideas peregrinas, que sueltan donde sea menester, sin exhibir conocimientos de ningún tipo para sustentarlas, o más bien desde una notable ignorancia, con total impunidad y a veces con ruidosa celebración de sus acólitos.

Todo esto no pasaría de una simple anécdota, de una mala costumbre, esa que consiste en ‘mantenella y no enmendalla’, que viene en realidad de muy atrás. Tal vez esté en nuestros genes, tal vez sea una cosa atávica. Tal vez el cuñadismo sea una variante posmoderna de la cabezonería o la tozudez. Pero sucede que no es una anécdota, ni es algo exclusivo de nuestro país, sino que cada vez es más común en discursos políticos, vengan de donde vengan, en las opiniones diseminadas por la televisión, o en las noticias que inundan internet. La ‘posverdad’, a la que aludíamos la semana pasada, es un producto premium del cuñadismo. ¿O acaso no parece afectado de un cuñadismo atroz nuestro mil veces glosado Donald Trump, a la sazón presidente electo de los Estados Unidos, cuyos mítines y ruedas de prensa se han parecido siempre mucho más a regañinas de alguien sobradísimo y encantado de conocerse, a broncas a la ciudadanía, intentando sacarnos de nuestro engaño porque él, oh sí, sabe de qué va la vaina, y nosotros no tenemos ni repajolera idea? Estamos ante un cuñadismo político de libro: crear una realidad a la medida de tu discurso, una realidad propia que te permita demostrar que los demás están equivocados y que tú tienes la verdad absoluta. A veces, el esfuerzo resulta ridículo e infantil. Pero otras muchas se adorna de florilegios verbales (hay auténticos seductores que confunden a propósito la integridad con la intransigencia), y da el pego. Y así hacen fortuna y se multiplican en el aire esas supuestas verdades que debemos creer, como ciudadanos obedientes que no se meten en líos sacando a pasear su pensamiento crítico. Para qué, si ya tenemos a los que lo piensan todo por nosotros.

Es obvio que la mejor manera de estar prevenido contra los males de esta plaga de cuñadismo global consiste en informarse de la manera más veraz posible. Consiste, en suma, en dar a la educación la primacía que merece. Es algo que, seguramente, tendremos que lograr con nuestro esfuerzo, con nuestra insistencia. Salvarnos a nosotros mismos, antes de que nos salven mesías de nuevo cuño con sus posverdades de diseño. El cuñadismo llevará al poder a muchos que no están dispuestos a creer en las virtudes de la flexibilidad, a gentes, eso sí, muy seguras y muy decididas a seguir adelante a toda costa. Estar decidido a avanzar siempre es bueno: siempre que no estés al borde de un acantilado.
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