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Teoría y práctica de la última playa

28/08/2023
 Actualizado a 28/08/2023
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Llevo viniendo a esta playa más de treinta años. La he contemplado siempre así, inmutable, incluyendo el movimiento de las dunas, que no llego a percibir muy bien. Hay arena espolvoreada sobre las aceras, lo que me indica que, en efecto, tienen su vida propia. Por lo demás, a la caída de la tarde se cierne sobre la larga curva azul un principio de abandono, un aura de desolación. Es el mejor momento. A pesar de su naturaleza urbana (el pueblo es, eso sí, muy pequeño), la noche deja al arenal en silencio, salvo por el rumor del latido del mar. Los últimos turistas de agosto y los lugareños acuden a los bares escasos, hablan de la marcha del mundo en un paseo larguísimo que va de la iglesia en su promontorio a las lejanas escuelas. Pero la playa, casi oculta tras el complejo dunar donde nos parapetamos cuando el viento sopla, se convierte a estas horas en un lugar esquivo que ignora los restos del día. El drástico final del verano cae sobre nosotros, como la noche.

Para los que hemos nacido en el interior y no conocimos el mar hasta los catorce años, en aquellas excusiones huidizas, esta constancia del océano, esta inmutabilidad, es una bendición. Tuvimos aquellas infancias en las que cada minuto parecía diferente, pero más tarde, ya adultos y probablemente con la imaginación agostada, descubrimos que aquella niñez fue lineal y terca, profundamente inmovilista, repetitiva, humilde, y muchas veces agraz, rutinaria en los juegos que, sin embargo, nos hacían inmensamente felices. Porque a nosotros aquella edad nos parecía un territorio poblado por la magia y la aventura, aunque discurriera en el tiempo gris del tardofranquismo. 

Todos los veranos de la infancia parecían eternos. Pensábamos en el día siguiente, en lo que estaba a punto de suceder, que nunca resultaba trivial (aunque a menudo lo era). Ahora, frente a esta playa desierta y envuelta en las telas de la noche, pienso en el final, en la despedida, en el calendario que muestra ya el regreso inevitable al mundo acelerado. Lo que nos angustia es saber que todo acaba. Saber que todo es provisional y efímero. Lo que nos angustia es adelantarnos al futuro, situarnos por delante del tiempo. Benditos los animales que no saben si hay un mañana, ni un final, aunque puedan intuirlo. 

Pero esta playa, esta curva azul casi perfecta, aunque se muestra inmutable y nos ignora, huele ya a la desolación del invierno. Se acomoda a su soledad inminente, se recoge en el regazo de la noche solitaria. Nosotros, los últimos de agosto, tenemos los años suficientes como para saber que el verano eterno era una sensación de la niñez, un truco luminoso de la mente infantil, el resultado de no hacer planes de antemano que no podíamos ni queríamos cumplir. Dejar a los días a su antojo, esperar que ellos marcaran la pauta y los horarios, que yacían deshilachados todas las noches a nuestros pies. 

Nosotros ya no podemos permitirnos el lujo de engañar a nuestro cerebro. Sabemos el final. Conocemos la brevedad, cómo los días se van apretando en el calendario, cómo incluso el primer día del verano nos imaginábamos cruelmente el regreso, sentíamos la desazón del futuro, y nos agarrábamos al acantilado de la felicidad efímera, un esfuerzo salvaje y seguramente inútil. Nos conformamos con el frescor del norte, el mejor regalo del verano hirviente en tantas latitudes: muchos madrileños han vuelto ya al calor mesetario, y mandan sus quejas en mensajes de móvil, como náufragos que lanzan una botella al mar, aunque estén otra vez en el infierno del asfalto). 

La espera del último día de agosto tiene algo de la angustia que aguarda al condenado en su hora postrera. Exagerado sí, qué duda cabe, pero también sabemos que los veranos que pasan aceleradamente ante nosotros, vertiginosos sin aparente explicación, nos van matando con cierta indiferencia, con esa lenta persistencia, a pesar de su celeridad, de la gota en la piedra, con esa sonrisa que invita a la felicidad efímera, que es en realidad una mueca diabólica. El sol de la infancia de Camus nos ayudó a combatir todo resentimiento. El sol de la infancia y los días azules, recordados ahora como una eternidad, se han convertido en un carrusel desenfrenado, en el viaje a ninguna parte. No puedes apresar el corazón del tiempo, no puedes dejar de pensar en el mañana. Porque todas las horas hieren, pero la última mata. 

La playa que nos ignora envía su latido azul. La noche ha caído, hay una suave brisa que envidian en otras latitudes. El paseo está más vacío como si recuperara la normalidad invernal, como si dejara caer el decorado de agosto. Pronto quedarán solos los de siempre, algunos en sus barcos, los últimos barcos de pesca. Me pregunto qué fue de la antigua lentitud, o si simplemente era un sueño infantil. Me pregunto cuándo el tiempo empezó a cabalgar de esta manera, como los caballos que corren a veces en la playa. Hay un miedo cerval al vacío, ese horror. Nos lo enseñaron los antiguos, que pensaban que la música de las esferas, de detenerse, nos llenaría de miedo y angustia. Y así estamos hoy. Deseando que cualquier ruido nos acompañe, para sentirnos vivos. El vacío del silencio nos llena de temor. Nadie quiere estar definitivamente separado del mundo, todos desean una llamada más, un mensaje más, un sonido que suena como el de la máquina de un hospital, que revela el latido que nos confirma como seres de este mundo. En qué momento perdimos la lentitud y nos volcamos en este universo denso, poblado de sonidos carentes de armonía, que sólo conducen al desasosiego.

Invariablemente, el próximo agosto está ya en nuestra mente. Hacemos una maleta rápida, mucho más desganada que la que hicimos cuando llegamos hasta aquí. Arrojamos en ella prendas sin planchar, fragmentos del alma desolada, el cansancio infinito de una realidad que se adhiere a nosotros como la sal. Ya nadie se libra de la realidad. Una incomodidad indescriptible nos acompaña casi a cualquier parte. El mal sabe encontrar su cauce. Hicimos lo posible por despojarnos de la angustia del mundo, pero la realidad se ha filtrado en exceso por los muros de agosto, que antes nos parecían indestructibles. 

Envidio esta playa inmutable, que durante treinta años me ha recibido con el mismo rumor, con el mismo azul, con las dunas agazapadas como animales prehistóricos, sólo erizadas por los golpes del viento. Envidio esta quietud de la noche, de las últimas noches, sé que desea quedarse a solas una vez más, librarse de nuestro vano intento por atrapar la felicidad y detener el tiempo. Todo volverá a estar aquí, cuando regresemos un poco más viejos. Si es que regresamos. 

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